Ayer me comentaba mi hermana que una pareja que dejó de serlo hace 20 años se había reencontrado a raíz del aviso en caralibro de una mala noticia para uno de ellos. Ánimos, café y en menos de un mes ya están divorciados de sus ahora ex. La razón, y no la verdad, es una manta que te deja los pies fríos. Las emociones no tienen que lidiar con ese tipo de minucias. Llegan, te seducen, te arrastran con ellas y te hacen sentir más vivo de lo que has estado en tu vida. A ver qué puedes oponerle a eso que pueda mantenerse en pie y resistir más de diez segundos.
Lo racional, lo pragmático, lo útil y necesario… hasta escribir esas palabras es aburrido.
Dejarse llevar me parece bien. Nadie sabe cuál es el motivo por el que balbuceamos dando bandazos hasta irnos al otro lado, así que si tenemos que sentirnos algo sintámonos vivos. Hagamos lo que hagamos el cerebro va a estar día sí día no colocándonos trampitas para que lo que tenemos y lo que somos nos parezca apagado, gris, insatisfactorio, equivocado y poco. Menos que nada.
Pese a ello yo siempre pongo las emociones en un segundo plano. No sé, con ellas me siento como al lado de un vendedor en una tienda que está tratando de colocarme algo que está envejeciendo demasiado en la exposición. Algo recién pintado, limpio y con un bonito cartel que no es del todo lo que me están describiendo. Y al vendedor le brillan los ojos y me sonríe bajo el pelo con un bonito corte y desde unos dientes blancos y alineados, pero algo en su aliento apesta discretamente y me lleva a intuir agujeros en las suelas de los zapatos, grietas que se repliegan donde no llegan los focos como las cicatrices de una operación de estética.
Y sin embargo.