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Tercer acto

Caemos y vamos rodando
mil muertes en esta única
muerte que es nuestra
coherente vida.
Esquizofrénicos en estas mil
mentiras que intrabables
vamos desgajando de nuestra
mente enferma, presos de
este patibulario que llamamos
días y rutinas cotidianas.

No merece la pena.
No consigo creer en nada.

Lleno de alcantarillas me
voy subsumiendo en el papel
que interpreto y voy calmo
interiorizándolo.

Y un día descubro inquieto
que ya no se puede salir, que estoy
atrapado. Se hace difícil
respirar este aire enrarecido y soy
odio y más odio
en el último camino.

Piezas de puzles distintos que
intento conformar en una sola
imagen de mí mismo.

Llueve y llueve y llueve y
llueve en la puta calle. Y estoy
harto de ir hasta a cagar con
un libro por si se me ocurriera
pensar demasiado. Por si
sonara demasiado adentro y
retumbase el hueco que tengo
entre patilla y patilla, oído y
oído.

Y me voy gestando de
sentimientos diluidos, me hago
humano, social, bien castado.

En la calle la lluvia cae y
va limpiando el frío asfalto.

Me fumo un cigarro en el
escritorio y miro a un punto inventado.

Una lata de coca-cola y el diccionario
de la Real Academia. Lorca y
Machado, Hierro y Rimbaud y
Apollinaire.

Y rijo sangre alcohol, océanos
enteros.

Bajo mínimos el pensar de
lo que importa, números rojos en
el sentir que no siento
aquí al lado, en la cara oculta
de tu único rostro.

Segundo acto

Devoro el alimento mientras
me voy humedeciendo por el esfuerzo.
“Gracias”, musito. Y corriendo
voy al baño y sonoramente voy
y vomito. Joder, qué bien. Con
el antebrazo limpio los hilos
que cuelgan de mi boca y mi
perilla, agradecido. Ahora soy
distinto, así que abro el tapón
del vino.

Y rojo cálido rojo voy templando
el ánimo con rojo rojo vino. Decía
que siempre es más triste sobrio, y
así ahora todo se metamorfosea y es
alegre.

Tengo una colección de Fénix esperando
tu palabra, todos quieren saltar a
la arena y asesinar la convención,
que aburrida cabecea.

Me trago una piscina de rojo, rojo
sangre que sí es sangre y no aquella
de serie con que me lanzaron al mundo.
Tomo valor y busco un hueco, vomito
de nuevo y voy acumulando el agrio
olor de mi propio cuerpo. Huele
a flores anafroditas polinizando
el aire que respiras, huele a sudor
pero más fuerte y es mi propio e
inconfundible olor.

Mío es y yo lo quiero.

En la calle ya no importa que los
rostros tengan una boca funcional, soy
osado, me acerco a una y le
pido un cigarro. Y si vuelve a
decir “sí” así la beso.

¡Ja! Quiero respirar y lo hago.

Vino y más vino trago mientras
ando y voy contando las veces
que me quedé callado.

Y con el sopor la bendita
estulticia, el valiente
continuar lanzando al aire
todo el inmenso abismo
que ofrezco.

Primer acto

La mañana lo es porque en
algún momento del día debo
tomar café y no vino. Salgo
y paseo mis ojos entre los
transeúntes idiotas enfundados
en sus caras y sus desayunos.
Entre los portales y las agencias
de seguros desfiguro tu risa,
la moldeo hasta hacerla mía.

La mañana es a veces perfecta y
a veces tediosa e insidiosa: pienso
fluida, coherente y rectamente. Por ello
tarde o temprano siempre consiento
en asaltar mi cerebro con el ariete
volátil de los fermentos y la carne
grasa de bichos muertos.

Tic-tac, escando el tiempo y
hablo de segundos, aparcelando el
día desde el sol a la luna, la
luz a la sombra.

No quiero saber quién es ese
del que hablas aseverando que habitó
mis mismos ojos.

No quiero seguir sudando lo que
con tanto trabajo conseguí ingerir anoche.
Triste es borrarme por el alcohol, pero
aún más triste es hacerlo sobrio.

Sigo caminando: la panadería. Compro
algo y lo traslado a mi refugio,
para así comer agusto. Voy a mear y
llorando sigo perdiendo el elixir de
la eterna juventud que ayer tragué hipando.

Sueño algo de unas tiendas y me
doy un golpe en la cabeza, no
es bueno dormirse depie al lado de
la encimera. Cierro los ojos y
hago más café. Por no estar allí,
cuando se suponía que sí, lleno
el cacillo con sucedáneo y de
lleno introduzco los dedos en el
fuego. Cosas.

Arden mis labios, parece ser que de
amor (aunque también olvidé
que el café se enfría con el
tiempo). Me arde todo el cuerpo.

(¿Tú eras así? ¿Algo tan ígneo y
tan dentro? ¿Poseías tú la cualidad
de enrojecer mis miembros, cada uno de ellos? ¿Podría encenderme un
cigarro e ir a otra cosa? ¿Tenías
tú mis ojos entonces, pudieras aún hoy tenerlos?)

Tú eras así, siempre llamando
al Fénix que ineludiblemente decías
encontrar aquí dentro. Tomabas
mis manos, las besabas, y producías
el sortilegio: sin más yo tenía
algo que decir. Yo lo llamaba
tomar cuerpo. Tomar tu cuerpo era otra
cosa. No siempre igual a mano. A veces
es triste. Más triste es sobrio. Esta
creo que es una máxima inalienable.

En la mañana no hay marcianos,
nadie viene a recogerme.

A veces aún a veces pienso que a
veces la vida se equivoca conmigo.
Es siempre así, tan confuso. No sé
bien lo que digo, pero cabrón hablo.
Hago la cama y tengo la extraña
sensación de no hacerle ningún favor
con ello. Creo que me mira mal ahora,
tan estiradita. Ya no tiene sitio
donde esconder sus mentiras, las
mismas que las de todo el mundo,
perdió los entresijos donde siempre
uno halla la enjundia, la pulpa
fresca de cualquier alma.

Así creo que me siento desde que
te fuiste: estirado. Parece que,
bien mirado, no existe Fénix
sin tu mandato. Es jodido.
Aunque también es la mañana,
el momento del día en el que el
café y no el vino me mantiene
vivo.