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Conejo azul

Tengo un maldito conejo azul y
nadie se entera. Lo llevo todo el
día en la solapa y nadie se
da cuenta. Le tiro al suelo,
chilla el condenado y nadie le oye.
Cuando compro pan pago con el
conejo, y el panadero lo mete en
la caja registradora y nadie lo saca.
Cuando meo tengo cuidado de no
mancharlo y nadie me lo agradece.

Si lo lavo, nadie lo ve limpio. Si
lo mato, nadie lo impide. Si lo
consigo, nadie lo resucita. Si le
escondo, nadie le busca, si lo vendiese
nadie se apresuraría a comprarlo.
Si me olvido de él, nadie lo echa
en falta. Si le quiero, a nadie le
importa, nadie se pone celoso. Si
lo imprimo, nadie va a leerlo, si
lo televiso nadie pagará el abono
mensual por verlo.

Parece que nadie es el único que ama al puto conejo. Y…
que nadie me acompaña a todas partes.

Amores, perfumes y pantanos

El atardecer oteaba la tarde desde
su sillar de refulgentes ocres, la
vida rediviva se aprestaba al sueño,
cediendo el turno a la turgente noche
con sus misterios velados.

Yo, solitario, fumaba un cigarro
malísimo que a veces dulce, a veces amargo,
arrancaba mis más melódicas toses,
mis más bellos esputos.

Puedo recordar y recordando recuerdo
recuerdos recordados en esta noche de recuerdos
para recordar.

Fue ayer cuando me besabas en estos
mismos páramos, con tu carmín a granel
desbordando tus labios y tus perfumados
pies, que aún hoy despiertan todavía mis
más fuertes y sentimentales arcadas,
mis más sinceras náuseas evocando
tu nauseabundo olor humano, vivo,
revenido; sí, quizá algo exagerado,
pero embriagador como el pescado
congelado, los guantes de látex o el
más fino y sutil perfume de caballo.

¡Oh, sí, noche errabunda!
¡Oh, sí, noche explendorosa!
¡Oh, sí, noche filosófica!

Deambulo entre tu follaje oscuro
y ensortijado y me digo que
ayer mismo… en este pantano…
nos dimos la mano… me dio
asco… la solté… asustada tropezaste…

Y aquí vengo, vida mía,
a mirar cómo te pudres en las aguas
que te acogen, te mecen en tu eterno
descanso en los olores ya, por fin,
sin límite, poderosamente putrefactos.

En esta calma orilla te vi desaparecer
de mi mirada, como si de una aparición
fugaz se hubiera tratado tu presencia.
Recuerdo que me limpié tu sudor frío de mi
mano (en un desesperado gesto romántico),
encendí un cigarro con el encendedor
que te había robado (fetiche material
de nuestro breve pasado), besé las aguas y
te recé nuestro último rosario.

Desde ayer aquí yacerás, insigne
adalid de los que, como yo, desamparados,
aún evocan la sólida pestilencia
de cuando abrías los brazos para
amar. Amor mío, jamás distancia alguna
será suficiente como para permitirme
olvidarte.

De cómo se ponen las cabezas

Sí, fue un fin de semana
rabiosamente enloquecido
y perdí la cabeza.

La busqué en un océano de piernas
de saldo en Continente y
compré dos jamones de paso. El
jamón a mil quinientas no
es una cosa baladí y ya me
dirás tú, sin nariz a ver quién
se daba cuenta…

Al final dio igual que estuvieran
rancios pues ya te digo que eran
de paso y terminaron en casa
de Paco. Dio igual porque ya
sabes que soy gorrón y fui allí
a comérmelos, aunque sin
boca era algo desagradable
(supongo) ver cómo los introducía
en finas lonchas en la oquedad
cavernosa que tira cuello abajo por
dentro, por dentro del cuello.

Fue una digestión novedosa,
porque así, nada masticaditos,
entraron enteritos en mi estomaguito
y luego en mis intestinitos,
para terminar, pobrecitos,
cayendo inmaculados en la
blanca taza que para ser taza
es muy grande y además no tiene
asa.

Eso sí, es de porcelana.

Y ya me dirás tú con qué cara
me presentaba en mi casa y
significaba mi trastorno metafísico-abisal
en términos deícticos simples,
para ser comprendido.

Ya sabes, tampoco conozco el
lenguaje de las manos (siempre lo supiste,
tú y yo… ¿un mantel para qué dos?), y
aún de luto por mi último bolígrafo
fagocitado no podía (el
corazón es cosa seria) ponerle
los cuernos al pobrecito difunto.
De todas formas todos comprendieron
nada más verme (fue algo casi místico)
lo que me sucedía, y me dijeron que
mi cabeza la trajo un policía urbano,
pero que en la comisaría la pobrecilla
no podía fonar por no tener pulmones,
y así le engancharon a la traquea una
bombona de butano, para que, con aire,
pudiera decir algo. Y lo primero que
hizo la tonta fue encenderse un cigarro,
y mi perilla y la cocina y los tres
pisos de encima del tú y yo de la ley
se chamuscaron un poco, pero sólo
hasta que llegaron los bomberos a sofocarlos.