El atardecer oteaba la tarde desde
su sillar de refulgentes ocres, la
vida rediviva se aprestaba al sueño,
cediendo el turno a la turgente noche
con sus misterios velados.
Yo, solitario, fumaba un cigarro
malísimo que a veces dulce, a veces amargo,
arrancaba mis más melódicas toses,
mis más bellos esputos.
Puedo recordar y recordando recuerdo
recuerdos recordados en esta noche de recuerdos
para recordar.
Fue ayer cuando me besabas en estos
mismos páramos, con tu carmín a granel
desbordando tus labios y tus perfumados
pies, que aún hoy despiertan todavía mis
más fuertes y sentimentales arcadas,
mis más sinceras náuseas evocando
tu nauseabundo olor humano, vivo,
revenido; sí, quizá algo exagerado,
pero embriagador como el pescado
congelado, los guantes de látex o el
más fino y sutil perfume de caballo.
¡Oh, sí, noche errabunda!
¡Oh, sí, noche explendorosa!
¡Oh, sí, noche filosófica!
Deambulo entre tu follaje oscuro
y ensortijado y me digo que
ayer mismo… en este pantano…
nos dimos la mano… me dio
asco… la solté… asustada tropezaste…
Y aquí vengo, vida mía,
a mirar cómo te pudres en las aguas
que te acogen, te mecen en tu eterno
descanso en los olores ya, por fin,
sin límite, poderosamente putrefactos.
En esta calma orilla te vi desaparecer
de mi mirada, como si de una aparición
fugaz se hubiera tratado tu presencia.
Recuerdo que me limpié tu sudor frío de mi
mano (en un desesperado gesto romántico),
encendí un cigarro con el encendedor
que te había robado (fetiche material
de nuestro breve pasado), besé las aguas y
te recé nuestro último rosario.
Desde ayer aquí yacerás, insigne
adalid de los que, como yo, desamparados,
aún evocan la sólida pestilencia
de cuando abrías los brazos para
amar. Amor mío, jamás distancia alguna
será suficiente como para permitirme
olvidarte.