Dejo los cigarros consumidos en
cualquier parte. Ellos te hacen carantoñas,
intentando enamorarte, y
no saben que tú no puedes verles.
Eres espectacularmente indolente.
Así que, refunfuñando, les
vas reuniendo con el lazarillo
de tus manos y les depositas
en una bolsa negra con asas
de cierre, para que
jueguen tranquilos sin molestar a nadie.
Claro, los cigarros chillan y
lloran y ruegan el auxilio del
tostador y el ordenador, de la
cafetera y los cientos de vasos
con los que yo les incito a
estar habitualmente.
La casa se convierte en un
crisol epifánico de voces
que se ufanan en encontrarse.
Y yo te miro el rostro,
perfumado con un toque
de olor a satén almidonado,
y observo como tú no eres
capaz de escuchar nada,
aunque dices que sí
los coches que rumorean fuera,
sí los graznidos del altavoz
de la cadena de música que
afónica se desgañita,
sí
el
leve
trino
acuoso
de nuestros
labios
cuando
se acercan
para intercambiar
un
chasquido.
La verdad es que
eres espectacularmente indolente.
Porque en la cocina,
bajo la encimera,
tras la puerta cerrada
del armarito
que Atlas la pila,
tras los mistoles y los ajaxpino,
las bolsas negras de autocierre,
debajo de capuchones
esmerilados de látex
y latas de atún ensangrentadas,
los cigarros te piden perdón
y te regalan zalamerías,
serviles y condicionados,
esperando verte rescatarles
de su olvido
en el corredor de la muerte.
Todo lo que allí
entre termina, tarde o
temprano,
fuera. Donde
ya no hay puertas
que cierren.
Y luego me dices que
por qué me escondo.
No puedo soportarlo.
A veces quisiera matarte
con un poema armado hasta
los dientes.
Tengo escalofríos.
La vida es tan cruel a veces
que mejor negarla y
esperar otra en el andén
de las vidas circulares, pasan
cada cinco minutos y
tienen direcciones fijas
e invariables.