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El corazón

Me abro un poco el pecho,
justo lo suficiente para
comprobar si aún me
queda corazón como para
vivir un par de horas.

Como iba diciendo salgo,
contigo, a quemarlo.

Nos gusta ir por la acera,
en el asfalto ruedan los
coches y no les alegramos
cuando nos metemos en
su fría lava solidificada. Hay
que mantenerlos tranquilos en
su miserable parcela de tierra
en la tierra. Llevo un
cinturón de lata color
lata que tiene toda la apariencia
de estar compuesto de lata.
Así son las cosas. Nos sentamos
en una terraza, injustamente
empapada por
el casi imperceptible hecho de que
llueve a cántaros. Pido un
agua destilada sabiendo que
el sabor me lo traerá el cielo,
no soporto las cosas insípidas
cuando no me encuentro dentro de
mi cerebro. No hay forma
de encender un cigarro, por lo
que conjeturamos que debe
seguir lloviendo. No hay forma
de arder esta tarde y tengo
que conformarme con adornar
tus ojos con lágrimas de tristeza.

Te cuento que no
me encuentro y que por eso
estoy muerto. Tú me dices
que me quieres y yo te digo
que no lo entiendo. Tú
me llamas imbécil y yo
te contesto que la originalidad
no se compagina con la estulticia.
Tú quieres un White Label y yo
te digo que no tengo dinero.

Me dices que te estoy
destrozando y yo te contesto
que aún no te veo llover,
que no te quiero si no sangras
y haces aspavientos y gritas
mi nombre por siete océanos
sin lavarte y sin comer, si
no haces cien genuflexiones
y me besas los pies y me dibujas
en un papel con tus capilares, si
no cepillas mi pelo con el hueso desbastado
de tus huesos hasta conferirle
forma de peine orgánico,
saludable y benefactor
nácar de tus caderas o de tus piernas.

No te vas, porque entretanto
te até a la silla con mi dolor,
que no puedes dejar de percibir
atenazando tus muñecas y tus tobillos.

¿Si no de qué ibas a estar aquí
soportándome?

Me miras y enmudeces, noto
cómo la tensión y el esfuerzo
se van acumulando en tu rostro
contenidas en unas bolsas desagradables
que penden de tus mejillas. Con un
palillo realizo una punción y
miles de pequeños caracoles
bastardos se despeñan
en los barrancos de tu barbilla,
para rebotar en las clavículas
y terminar poniendo perdida la
mesa.

Bueno, de momento es suficiente,
aunque ahora tu glauca hermosura
parezca una botella verde translúcida.

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