Da
fuerza
a
tu
posición.
Tranquilo, toma aire. Respira. Relaja. Disfrázate de bobo. De bobo se está bien. De bobo un rato.
Respira.
Relaja.
Tranquilo.
Todo lo demás está en la lata.
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Da
fuerza
a
tu
posición.
Tranquilo, toma aire. Respira. Relaja. Disfrázate de bobo. De bobo se está bien. De bobo un rato.
Respira.
Relaja.
Tranquilo.
Todo lo demás está en la lata.
Hace mucho tiempo que siento que la música me ha abandonado. Aún así, cada noche en el nuevo museo, me siento a tocar al atardecer intentando que todo fluya como debe. Pero no lo hace.
No lo hace.
El sol se está escondiendo y yo pongo mi cejilla en el quinto traste e intento a Paco Bello. La canción no sale mal (o no todo lo mal que me puede salir a mí), pero no siento nada. No puedo sentir nada. El sol se está escondiendo y seguramente me esté tomando un ron con hielos y limón. El sol es precioso sobre mi nueva terraza y la canción de Paco Bello es tremendamente hermosa. Es sublime. Como no puedo sentir nada me detengo y riego las plantas, apunto con la manguera y la humedad recorre el aire casi nocturno con brillos y dulces que vuelan y la casi negrura huele a humedad y tierra y vida que recorre todo lo que sucede.
Excepto la música.
Y para no zozobrar y eso. Vuelvo a tocar intentando que todo sea tan fácil como siempre fue. Pero no lo es. Ni es fácil ni difícil ni es nada.
Es desesperante coger la guitarra y no sentir nada.
Alguna vez, no muchas, me acosté con alguien que no conseguía decirme nada. Fue frustrante. Pero no tanto como ahora. Aunque al fin y al cabo ambas cosas suponen bombear, seguir haciendo. No detenerse. Aunque en ambos casos con el mismo resultado: nada. Aunque el recuerdo no me une nunca tanto a ella, sea quien sea, como a la guitarra, y las cosas que hemos hecho juntos. Que hemos vivido.
La guitarra es madera con cuerdas metálicas presionadas. Ellas eran un cuerpo con sentidos que se enervan.
Cada noche desde que estoy aquí, cuando cae el sol, le paso un paño a las cuerdas y pongo la guitarra en el soporte. La segunda o la tercera noche, estando de vacaciones, velé la guitarra por si me decía algo. Fue una noche entera mirándola y tocándola a intervalos.
Pero no pasó nada.
He perdido la luz que guardaba en el cajón del pan. Era una luz especial, con tropezones de oscuridad.
Quizá mañana. O quizá nunca. La música tenía un poder, que es el que quiero recuperar. Era el de llevarme lejos sin salir de dentro, si es que es comprensible así. Me llevaba lejos pero no como el alcóhol, que me destroza entero hasta el día siguiente.
Ya había anochecido cuando colgué la guitarra en su sitio, y de repente me apeteció tocar. La cogí y salí un rato fuera, con las plantas rezumando humedad y la noche escabulléndose como el último segundo de un ensayo. Y pulsé cuerdas, y canté, pero no pasó nada.
Nada estaba pasando entonces.
Y, triste como el último individuo de mi especie antes de la extinción total, la volví a dejar en su sitio.
Antes de apagar la luz por última vez le eché el último vistazo.
Jamás podré deshacerme de ella, porque jamás querré.
Porque aunque ahora no sea nada ha sido tanto como todo. O como más que todo.
Y porque aún tengo la esperanza de que mañana, cuando la luz del día languidezca, ella me muestre ese camino que quiero volver a recorrrer
pese a no saber cómo.
Porque siempre ha sido así. Porque así es como las cosas deben ser. Porque sin eso estoy perdido, aunque siga respirando. Aunque siga vivo.
No dejas de moverte. Lo veo en tus piernas.
Tus piernas que me miran.
Me gustaría decirlo en palabras, y decir
que tus piernas me molestan.
Que se empeñan en estar cuando lo
más normal, lo necesario,
sería que se fueran.