Sí, fue un fin de semana
rabiosamente enloquecido
y perdí la cabeza.
La busqué en un océano de piernas
de saldo en Continente y
compré dos jamones de paso. El
jamón a mil quinientas no
es una cosa baladí y ya me
dirás tú, sin nariz a ver quién
se daba cuenta…
Al final dio igual que estuvieran
rancios pues ya te digo que eran
de paso y terminaron en casa
de Paco. Dio igual porque ya
sabes que soy gorrón y fui allí
a comérmelos, aunque sin
boca era algo desagradable
(supongo) ver cómo los introducía
en finas lonchas en la oquedad
cavernosa que tira cuello abajo por
dentro, por dentro del cuello.
Fue una digestión novedosa,
porque así, nada masticaditos,
entraron enteritos en mi estomaguito
y luego en mis intestinitos,
para terminar, pobrecitos,
cayendo inmaculados en la
blanca taza que para ser taza
es muy grande y además no tiene
asa.
Eso sí, es de porcelana.
Y ya me dirás tú con qué cara
me presentaba en mi casa y
significaba mi trastorno metafísico-abisal
en términos deícticos simples,
para ser comprendido.
Ya sabes, tampoco conozco el
lenguaje de las manos (siempre lo supiste,
tú y yo… ¿un mantel para qué dos?), y
aún de luto por mi último bolígrafo
fagocitado no podía (el
corazón es cosa seria) ponerle
los cuernos al pobrecito difunto.
De todas formas todos comprendieron
nada más verme (fue algo casi místico)
lo que me sucedía, y me dijeron que
mi cabeza la trajo un policía urbano,
pero que en la comisaría la pobrecilla
no podía fonar por no tener pulmones,
y así le engancharon a la traquea una
bombona de butano, para que, con aire,
pudiera decir algo. Y lo primero que
hizo la tonta fue encenderse un cigarro,
y mi perilla y la cocina y los tres
pisos de encima del tú y yo de la ley
se chamuscaron un poco, pero sólo
hasta que llegaron los bomberos a sofocarlos.