La tela estaba levantada en el espacio entre el mueble y la pared. El agua que salpicaba desde la bañera se acumuló poco a poco bajo la madera hasta traspasar los barnices y los plásticos. La fue pudriendo, fabricando una pulpa digerible. La pulpa posibilitó que mi baño se poblara, y la población trajo la araña y la tela.
Al cabo de bastante tiempo también acabó con la estabilidad del mueble. Lo estuve retrasando un par de meses, pero cuando ya no fue posible otra cosa lo vacié, puse los objetos en otra parte, lo tiré a la basura y fregué el suelo debajo.
Me pregunto, en serio, si algo de eso es importante. Me pregunto si que me acuerde de ello significa algo. Si haber existido se basta a sí mismo o si necesita la memoria para diferenciarse del vacío.
Y me inquieta que ese rincón como ecosistema no exista como existió, y que al mismo tiempo el rincón como espacio esté en el mismo sitio. Genera una pequeña comezón en mi cabeza. Lo miro y me entristece, me plantea cosas que zumban a mi alrededor cansinas mientras lo ignoro.
He puesto allí un aloe a tiempo parcial —el baño no tiene ventana— que funciona dos de cada tres veces. La que queda intento que no cuaje.