Ella estaba sentada en el sofá, esperando. No sé a qué, pero esperaba. Yo saqué del microondas un par de tazas de café y traje un cenicero del escurridor de la cocina. Necesitaba uno esterilizado, esta vez. Venía, como vienen todos, a contarme su vida. Apliqué el oído en lo mío.
Acabamos el café y empezamos con las cervezas. Su historia no era ni mejor ni peor que cualquiera. No era ni siquiera diferente. Las cervezas sí que lo eran, o contribuían, de algún modo, a que todo lo fuera. Trocó el llanto por sonrisas cuando apuré las cuerdas y me dió suficiente para un par de canciones tristes y lentas, lentas y tristes. No sé ni cómo ni por qué la acompañé a la puerta, mecido en sonrisas, dibujando una alegría que ni sentía ni necesitaba. Dije hasta mañana como si se lo estuviera diciendo al cerco de lo que nunca entiendo. Ella sonrió, me dió un beso en la mejilla y me rozó la mano.
– Siempre me alegra verte.
A mí también, demonios, a mí también. Pero dejemos de una vez de hacerlo.