Me acosté sobre las doce y media, adormecido por el vino. En un par de horas tengo mi primer comité de empresa como delegado sindical. Me desperté sobre las cinco, renovado, temprano. Leí hasta acabar la novela de Vicent, apagué la luz y empecé a pensar en todo un poco. Estuve así hasta las siete, entonces me levanté, molí café y puse la cafetera al fuego. Hace tiempo me resigné a no dormir cuando quiero, sino cuando puedo. Y al menos hoy he dormido algo. Mi sueño es volátil sólo por una razón: todo lo que quiero lo quiero ahora. Mañana siempre me parece una espera demasiado larga.
Frases retumbando en la cabeza al hilo de los últimos días: «los besos tímidos son los que no saben dónde van, los que no saben qué esperar, los que no saben, en realidad, dónde están». «Hay besos con sabor metálico, que tienen un alto contenido en coraza». Hace frío ahora. Tiemblo. Me acurruco sobre mí mismo como puedo, para no dejar de escribir y entrar en calor al mismo tiempo. El café empieza a crepitar. La comunión de las conciencias es efímera y sólo surge y existe en un momento determinado, en un cruce concreto en el que toda la escenografía converge en confianza o en abandono (uno se cansa de ser duro, y a veces la guitarra y las velas y la piel tienen ese efecto extraño del abandono, de sugerir por qué no dejarse llevar, por qué no dejar que sean las cosas quienes dicten y por un momento no la armadura del devenir cotidiano), instante hermoso pero efímero que, al retirarse, nos vuelve a dejar vestidos de cotidianidad, en la carcel-trampa de uno mismo sobre sí mismo.
Según es mayor el grosor de la coraza se empieza a tener más miedo a hacer daño que a sufrirlo, porque uno sabe de qué es capaz nuestra coraza. Y no siempre somos capaces de controlarla. O casi nunca. «No me temes a mí, a mí no puedes temerme, te temes a ti misma». En un momento en el que resulta una posibilidad, por remota que sea, de que nos hieran, la coraza es capaz de coger un par de manzanas y llevarnos a doscientos kilómetros de la escena. Es capaz de hacerlo. Equivocada o no, lo hace. La pulpa fresca de dentro sufre, pero a la coraza no le importa. Piensa que es por un bien mayor, para evitar un daño mucho mayor.
A eso se le puede llegar a tener mucho miedo, porque de cuando en cuando resulta que reventamos al de enfrente, que no quería herirnos, sino que sólo se equivocaba al no saber besarnos. Eran besos tímidos, que parecían no estar muy seguros de sí mismos. Error sobre error: sólo estaban desubicados (porque nuestra coraza no habla, no dice «aquí están bien, aquí me gustan», o «vamos a irlos poniendo aquí, en el sábado que viene»).
Yo creo no tener más que un ligero jubón de cuero, pero comprendo muy bien las corazas. Sé perfectamente cómo funcionan. No sé muy bien cómo soslayarlas, sólo sé retirarlas momentáneamente (escenografía de piel, velas y guitarra), y mantener el cielo abierto un segundo, dos, tres, hasta que vuelve a cerrarse dejándome de nuevo a solas. La coraza no me deja ver bien quién está al otro lado, y eso me pone nervioso.
Hay ciertas cosas que no se le pueden decir a una coraza (porque ante la más mínima posibilidad de daño cogen dos manzanas y se llevan la pulpa fresca a doscientos kilómetros), y soy tremendamente consciente de ello. Así debo ponerme yo también una coraza, asimilar que de nuevo todo es un juego peligroso en el que me va la vida, o la vida presente, al menos. Mover despacio, dosificando el tiempo. Empezar con otra estrategia, minería fatigosa de las palabras sutiles y las caricias difíciles y los besos controlados. Dar poco, pero dar algo. No hablar de futuros más o menos lejanos, y al mismo tiempo no olvidar el futuro inmediato, sin imponerlo. Sugerir. La estrategia es sugerir y dejar las riendas a la coraza del otro, que va cediendo a duras penas y en un tiempo largo. Ir penetrando capa a capa, despacio para que no se dé cuenta. Para que no huya. Pensar que la siguiente es la carne y vez tras vez encontrarme otra nueva capa de metal duro, cristalizado, indeformable, estanco.
Minería de las palabras, los besos y las caricias con un significado táctico, externo a su propio significado.
Besos nerviosos devienen en besos desubicados. Si no veo al otro lado tengo que aparcar de oído, tomar la técnica de tirar una piedra al pozo y esperar a que golpee el fondo para hacerme una idea de las dimensiones. A veces no suena, porque ha caído en saco roto. Y entonces me quedo ciego. Doy tumbos. Me pongo aún más nervioso y empiezo a hablar sin parar, para no dejarle hueco al silencio, esclarecedor y casi siempre, en estas situaciones, equivocado.
Cuando no conoces bien al otro y se hace el silencio sólo te puedes oír a ti mismo. Te equivocas siempre. Cuando conoces bien al otro y se hace el silencio le escuchas perfectamente. En ese momento es mucho más concluyente el silencio.
Como le tengo miedo, cuando estoy nervioso y no conozco bien al otro prefiero hablar hasta perder la voz, tontería tras tontería, pedantería tras pedantería, para tapar la oquedad. La risa se abre paso y la tensión se relaja. Pero sigo mirando a una pared, sabiendo que hay alguien al otro lado aunque no pueda verle. Odio, en ese momento, ese muro infranqueable. Todo debe ser mucho más fácil porque, de hecho, todo es mucho más fácil.
Las caricias que se dan a una coraza nunca son propias de ambos. Son reflejos de otras caricias, besos reflejo de otros besos, que se dan porque, con la coraza puesta, es muy complicado inventar besos, inventar caricias nuevas, propias, vivas. Es un intercambio de fotografías, más o menos bonitas. Y uno quisiera dejar de jugar con ellas y volver a inventarlo todo, porque es así de hecho como deben hacerse las cosas.
De hecho no concibo otra manera que volver a inventarlo todo. No hay nada más propio.
Sin coraza es tan sencillo como besar y acariciar: con ello ya todo es nuevo, recién inventado. Somos nosotros quienes estamos poblando el mundo con cada cosa que hacemos, porque el mundo acaba de ser creado y no tiene nada, excepto lo que le damos.
Sobre esto daba vueltas y vueltas en la cama, preguntándome por qué no será de una vez por todas ya mañana. ¿Y por qué lo escribo? Porque quema. Porque me veo impelido a dejarlo en algún sitio para que exista también en otra parte y el peso sea menor. Porque no tengo ganas de volverme loco acariciando una y otra vez los significados que se desgranan al hilo de los acontecimientos de los últimos días. Porque me siento responsable por no saber retirar corazas al mismo tiempo que me pregunto por qué tengo que ir por ahí retirando corazas ajenas, qué derecho tengo. Porque no llega todavía mañana y, aunque me pese, no soy un tipo que encuentre satisfacción en los pensamientos limpios, mondos y lirondos; soy un tipo en movimiento, y escribir es un tipo de acción, aunque sólo retrospectiva o proyectiva y casi nunca fáctica. Sé perfectamente qué tengo que hacer, pero hasta que no llegue mañana, o pasado, a una hora determinada y en una situación determinada, no puedo hacer nada de nada. Y eso me pone más nervioso todavía.