Al otro lado de la ventana
y entre la ventana y la puerta
y bajo las alfombras,
revestido de polvo,
sobre ellas,
con forma de hilos de lana
y tras los vasos pareciendo gotas de grasa
y en las lámparas ojeras pegadas
y entre
los dientes,
razón suficiente para seguir llamando sarro al tiempo,
y tras de sí y por sí mismo
sobre la mesa en forma de cercos, marcas de café
y ceniza esparcida en formas curiosas y casuales
y en mis ojos, y tras ellos,
en mi piel, ahora y ya y ya de ahora para siempre,
en cada poro,
en el nacimiento de cada cabello,
en mis pensamientos (siempre y sobre todo)
en mis palabras (que nunca se agotan del todo)
en mis gestos (¿recuerdan… los suyos?, seguramente)
y en la forma que tengo de cruzar una pierna sobre la otra
para cruzar la última sobre la primera.
Allí está, sentado. Sin moverse.
No le hace falta hacer nada.
No es parte, sino cuerpo.
Y todo camina sus propios pasos inconformistas,
traslúcidos, imagen
de fusión irreversible
(flecha del tiempo, dicen los que saben)
Sentado, tranquilo.
Esperando algo.