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la vecina

Esta casa, en la que un ático modesto pero espectacular recorre el salón, el dormitorio y la cocina, no es la casa que fue el K2, en Sanse. Aquella era una ruidosa. Lo tenía fácil de algún modo, porque no había otro apartamento en aquel bajo, la gente empezaba a apiñarse en las plantas por encima de mí, pero en mi nivel estaba solo.

El ático, ahora, tiene unos quince metros cuadrados. No es demasiado, pero cuando la casa tiene treinta escasos por simple comparación es enorme.

Era ruidosa la casa de Sanse por mi parte, quiero decir. Yo era el culpable indirecto de gran parte del volumen. Aquella era, de un modo que sólo ahora puedo recordar con cariño, una casa pública. Podía estar muriéndome de asco un martes a las nueve de la noche, tumbado en el sofá viendo cualquier mierda en la tele y preguntándome cómo cocinar unos pepinillos con un trozo mohoso de queso para hacerme algo parecido a una cena (y eso mucho antes de masterchef), y a las nueve y media estar poniendo música para doce invitados de los cuales conocía, con suerte, a uno. Hubo semanas en las que no pasé dos días seguidos con la misma gente. Y eso sin salir de mi propio salón. Yo era el único que inducía semejante nivel de disrupción en el bloque, seguido muy de lejos por el publicista cocainómano del tercero. En cierto modo a él le echo un poco de menos. No para todos los días, tampoco para todos los meses, pero sí para de cuando en cuando.

Me vine a vivir a Ajalvir porque el curro me pillaba al lado y, sobre todo, porque llegué a aborrecer toda aquella vida desbordada. Entendía, creo, lo que significaba realmente tener una vida de ese modo, la suerte que supone, pero todo tiene su puntito de saturación. Durante la primera semana me pude leer todos los libros que, por aquel entonces, habían salido de Juego de Tronos. Del tirón. Sin interrupciones. Me pareció mágico. Unas cervezas en la mesilla de noche, la cama, los libros, y a leer sin parar.

El sábado pasado di una cena. Puedo contar con mis dedos, sin necesidad de aportar apéndices extra, las veces que lo he hecho en lo que próximamente serán ocho años como ermitaño.

A las doce en punto, ni un minuto después, oigo como llaman a la puerta. Pero no al timbre. Con los nudillos en el cutre contrachapado. Como diciendo «no puedo hacer más ruido que éste, no son horas de utilizar el timbre». La experiencia me ha enseñado que a gente así hay que ignorarla, y como era el único que podía haberlo oído (estaba en el pc de sobremesa del dormitorio alimentando de juegos la raspi con batocera del salón, los demás estaban allí jugando), lo hice un par de veces. A la tercera abrí.

«Perdona, sé que estas paredes son de papel, pero mañana curro temprano y no me dejáis dormir». La vecina, su dormitorio está justo al lado de mi salón.

Me hizo acordarme de cosas, pero cuando miré alrededor… dos parejas, charlando. Eso era todo. Nadie quitándose el sujetador en el baño y entrando en el salón ululando y pidiendo guerra, nadie aporreando una guitarra con la intención de reventarse los dedos, nadie que se acaba de acordar de que lleva un cd (soy anciano) en el abrigo que le gustaría escuchar a todo volumen. Sólo dos parejas. Jugando a un juego de mesa.

Le dije que lo sentía y que bajaríamos el volumen. Durante las tres horas siguientes me convertí en el censor supremo del ruido y no permití que nadie hablara más que en susurros. Fue difícil, porque en este mundo idiota que vivimos los invitados querían librar las batallas que no se atreven a librar en sus propios barrios. Es fácil luchar fuera de tu territorio, cuando las bajas no van a ser las tuyas.

Pero me prometí que cuando me la encontrara le iba a decir un par de cosas acerca de mis costumbres. Y hoy me la he encontrado en el garaje.

—Lo siento, es que no podía dormir.

Retumbaban en mi cabeza los argumentos de mis invitados. Eran las doce, decían, las doce en punto. No estábamos gritando. Estábamos hablando. Ponte unos cascos. Vete a dormir al salón. Llama a la policía a ver si estamos haciendo tanto ruido. Quería estar en pie de guerra.

Pero no pude responder nada. Supongo que porque ya no soy el mismo tipo que fui una vez, y eso es una pena y una virtud a partes iguales, probablemente.

No pude responder mucho. Le dije que lo comprendía.

Al coincidir en el ascensor me fui por las escaleras, con la idea de excusarme recogiendo el correo. Lo recogí, vi que el ascensor no estaba en funcionamiento y lo cogí. Me la encontré arriba, con el correo asomando en mi mano derecha.

Sonrió. Sonreí. Quería que todo terminase rápido.

—Lo siento, de verdad. Ya sé que te lo he dicho antes.
—Ya, yo lo siento también.

Estaba cansado. Tenía que hacerme unas judías verdes para el día siguiente. Quería tomar litros y litros de cerveza. Quería escribir. Quería salir inmediatamente de allí. Quería salir de esa situación de inmediato.

Seguramente perdí en el proceso. Pero quería ganar aquello. Me siento feliz e idiota al mismo tiempo. Ven a verme en fin de año. En medio de esa celebración idiota tendré tiempo para pelear de sobra. Te estaré esperando entonces. No ahora.

Al final, lo connatural es perder.

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