Hace un par de días llevé a mi madre al pueblo donde nació. Ese mismo día ella cumplía 70 años.
Fue una experiencia muy curiosa, de la cual todavía no sé qué pensar. Ella, en diferentes momentos, me habló sobre el proceso de envejecer, sobre la vida en general, sobre el pueblo, sobre la gente de entonces y ahora, cosas cargadas de emoción y de recuerdos.
No es eso lo que quiero contar hoy, de todos modos. No tan rápido, no tan pronto.
Pero sí que me di cuenta de por qué es más fácil vivir con preocupaciones de otros, ocupándose de otros. Nosotros, con nuestras pequeñas luchas constantes contra el sentido de lo que hacemos, nos relajamos cuando detectamos algo importante para otros. Y eso es porque el fondo del asunto cambia radicalmente.
Cuando pensamos sobre nosotros lo importante es saber si lo que queremos, deseamos o buscamos tiene sentido o no. Cuando nos esforzamos en un empeño de otros eso deja de tener importancia. Lo importante no es que la cosa tenga sentido en sí o no, sino que lo tenga para el otro.
La gran pelea existencial se difumina. Ya no hablamos de la verdad en términos absolutos, sino de una mucho más manejable, más para nosotros.
Somos seres sociales porque nos hacemos el sentido de las cosas mucho más tangible unos a otros.
Mi madre me dió un abrazo enorme y un «muchas gracias» con voz temblorosa al despedirnos.
Para ella había sido importante, para mí, sólo por ello y automáticamente, también.
Eso hace del mundo un lugar mucho más sencillo.