Era un pequeño diario, un otoño enmarañado, una colección desordenada de diminutos fríos, calores, templanzas, displicencias. Era un día en el que salimos a dar una vuelta, para ver el estado efímero de cosas, para constatar la mudabilidad del mundo, así, tan redondo y rotundo, con una expresión tan filosófica, tan pretenciosa. Era una pregunta en ninguna parte pero sí en los ojos, o en los brazos, o en los abrazos o, vete a saber, en los gestos que nos pasábamos ambos como andanadas bajo una línea de flotación tácita y evidente. Era que yo, como casi siempre, no sabía responder, y cuando lo hacía gruñía, pataleaba, nucía, hería, hacía daño sin pretenderlo. Y he así que, de tal modo, el mundo empezó a producir sobrecarga dejando de parecer mudable. Se convirtió en una aparente eternidad insoportable.
El punto de inflexión me sorprendió en la ducha, mirando un bote de champú, leyendo con mis ojos miopes entornados el modo de empleo tan absurdo, tan idiota. «Aplicar sobre el pelo mojado, dejar actuar durante cinco minutos hasta proceder al aclarado». Como si utilizar champú fuera un gran prodigio técnico, o parte de un experimento científico, o algo capaz de hacernos inmortales o de descubrir la cura del cáncer. Me pareció de una pedantería inaguantable, risible y ridícula. Y de repente todo me pareció lo mismo. Risible, ridículo, inaguantable.
Pero eso fue mucho después de aquella tarde en que salimos a pasear para ver el estado efímero de las cosas, para constatar la mudabilidad del mundo exterior. Y ello venía a cuento porque el nuestro ya había cristalizado, se había solidificado en una aparente eternidad irresoluble e insoportable.
Andando el tiempo todo vuelve a parecer ridículo, estúpido, digamos insoportable. Sencillo. Conciso. Y enmarañado. Nada es fácil. Nada lo es en absoluto.