Recorro el bulevar de siempre, con la cabeza vacía, las manos hueras, el corazón bajo estricto secreto sumarial, bombeando y recibiendo sangre a través de fontanería de seguridad, cañerías reforzadas con hormigón y plomo, un bunker inalienable. Entro en cada tasca siempre y sólo para tomar una cerveza y escuchar a gente humillada, soberbia, enfrascada en el fútbol y su as y su marca, gente viviendo al mismo tiempo que vive. Hiendo las manos en la carne lívida ya amortajada del recuerdo, al salir de cada cafetería, y por eso mismo busco siempre la siguiente. Volver a mirar con ojos nocentes caras diferentes que siempre hablan de lo mismo. Qué mal hablan. Pero qué bien lo hacen.
Después vendrá la noche y será de labios con el color y la textura de las fresas. Labios excluyentes o invitadores, según se tercie. Labios de un presente difuso. Todo es presente, porque todo está aquí cuando está. Pero hay cosas que se diluyen, se difuminan, están pero no estarán mañana. Y en cierto modo lo saben, que no es sino decir que en cierto modo lo sé. Hay partes del presente que están condenadas de antemano a ser recuerdo. A no ser presente mañana. Los labios siempre fueron más que simples labios, pero yo no supe verlo. O no quise. O dolía hacerlo.
Me juego la noche en el sufragio particular de la ruleta rusa de la melancolía.
Si toca bala me dormiré en las esquinas, borracho y hundido, y desearé que no llegue nunca un mañana como el que hoy que abandono entre sollozos. Si toca vacío sacaré al buzón ventrílocuo de mi maleta y reiré, gritaré, cantaré, acabaré las cervezas que nadie termine y será Una Noche Graaaaande. En realidad es lo mismo.
Eso es lo que no sé decir de ningún modo.
Empieza el fin de semana.