«Ojalá te sientas un poco mal cuando te des cuenta que te hubiera dado más de lo que me robas.»
dEMASIÉ
Y aún hubo más, porque algo empezó a encajar de forma simple y sencilla. Se me llenaron los ojos de lágrimas cuando vi todo con absoluta claridad. No es posible explicarlo (y mucho menos entenderlo mediante palabras), pero ahí va el intento (rudo) de cuajarlo todo en un relato coherente.
Puedo empezar por cualquier parte, porque todo está absolutamente interconectado, sin fisuras. Puedo empezar, por ejemplo, por la frase hippiesca «lo que posees te terminará poseyendo» (siempre que escucho esto me imagino delante de la lavadora con un cuchillo en la mano, por si acaso le da por poseerme brutalmente, podría (si lo hace) hacerlo al menos con cariño). De otro modo: tener es temer. El perdedor (porque siempre ando a vueltas con la mitología del perdedor, la genealogía del fracaso o el trasunto de la pérdida) es aquél que mejor lo sabe, aunque lo sabemos todos.
Tener es temer no tener. No sólo nos facilitamos la vida con la multiplicidad ingente de ingenios que nos lavan la ropa, nos lavan los platos, nos seducen con falsas felaciones o nos pican el hielo. El lado suave del asunto es precisamente ese: nos hacen la vida menos trabajosa. Pero todo lado suave tiene su contrapunto rugoso: nos acostumbramos a que nos hagan (primero) y necesitamos que nos hagan (después). Uno termina necesitando aquello que, en su momento, retuvo para ceder tiempo y esfuerzo a otros asuntos. Quitadme el ordenador y veréis. Hacedlo. Tengo muchas formas de comunicación, pero en suma me gusta esta. No en exclusiva, pero sí como una parte importante relacionada con mi yo mismo (esto no es un quejario, dEMASIÉ, es un escenario en el que me muestro (no siempre, a veces interpreto, pero siempre y sólo porque me reinterpreto)). De otro modo: tener es temer perder.
Temo perder lo que tengo. Estoy poseído por las cosas (eso es algo que aceptamos como respirar, aunque no sea lo mismo). Es una perogrullada.
Pero lo importante es la consecuencia, por encima de todo. Después de cada pérdida, el perdedor (anticuario, yo) se siente jodido. En cada caso su medida, pero jodido. Pero, por otra parte, hay algo imperceptible que no se revela sin la intermediación del paso del tiempo (aunque sí se produce en su momento), y es que siempre, tras cada pérdida, hay una sensación de alivio. Tal cual. Lo juro. Una pequeña sensación de alivio, una pequeña picadura de mosquito: ya no temo perder. Soy un ápice más libre (eso suena muy bucólico, reformulo a continuación), tengo una carga menos. Exacto. Tengo una carga, un peso menos. Soy más leve. Algo más.
Por eso (y ahí la respuesta que todos los que me conocéis habéis estado preguntando, y yo no podía responder) perder crea adicción. Qué mal suena, pero es así. Perder genera adicción, es un proceso altamente adictivo. Con cada derrota, con cada ya no, con cada adiós, una carga más cae de las alforjas al suelo. Bye.
La felicidad y la liberación del peso no son directamente proporcionales a corto plazo. Más bien inversamente proporcionales a corto plazo. Pero me da que a largo plazo (y la vida es larga, me comentan) creo que la cosa cambia. Y mucho.
No es la mierda. La mierda es aquello que tiramos por un agujero porque nos molesta, no nos gusta (hablo de cosas y desde las cosas, pero siempre como metáfora de modos de ser, traumas, esquelas del recuerdo, fuguraciones de utopías perfectas, nuestro propio kitsch), lo tiramos por un agujero sin eliminarlo, porque no sabemos hacerlo, y es por ello que queremos enviarlo a un lugar en el que exista de tal modo que sea como si no existiera en absoluto. Sigue ahí, no sabemos dónde, pero sigue ahí.
Esto es diferente, es sacar de la alforja para caer al suelo.
Esa es precisamente, si la hay, la mitología del perdedor. Es más que evidente. Serán los muertos los que enseñen a vivir a los vivos. Extraigo de la noche con Marcos (no sé cuándo, ni cómo, pero recuerdo):
-Tronko -me dijo- vas a muerte porque no tienes miedo. Y no tienes miedo porque no tienes nada que perder. Estás muerto.
Evidente, evidente. Por eso mismo serán los muertos quienes enseñen a vivir a los vivos. Precisamente porque están muertos y saben vivir el ahora mismo como si no hubiera nada más (porque no hay nada más). Es el final de un proceso que comenzó hace mucho más de un año y medio. Un proceso que he estado barruntando toda la vida. Ahora debo ser libre, como aquel pobrecito sujeto kantiano que quería desprenderse de lo circunstancial para encontrar su verdadero ser. Pero la pregunta, en uno y otro caso, es la misma:
– Y ahora, ¿qué?
Cuando eliminas lo circunstancial, las falsas necesidades, no queda nada. Miras la palma de tu mano y toda la arena está en la playa. Se te esfumó entre los dedos. Todo está contenido en el presente, porque nada está contenido fuera del presente. Nada. Ahora, libre de cargas, no te queda ninguna. No te queda nada. Más que el hecho de estar aquí y ahora. Y todo gira y da vueltas en un mundo repleto de necesidades cuando a ti, por la fuerza de las cosas mismas, no te queda ninguna.
Si existe una mitología del perdedor, nace de aquí y desde aquí se extiende.
Antes de salir de nuevo, rezo:
que sean los muertos quienes enseñen a vivir a los vivos.
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Apuntes:
pernicie.
(Del lat. pernicĭes).
1. f. p. us. Perdición, daño, ruina.