Y aún hubo más (menuda pesadilla), porque Marcos quería un colgante y yo recordé que tenía una caja de duendes palmeros por alguna parte, con sus cuerdecitas y todo. Con sus nudos corredizos. Qué maravilla. Aún hubo más porque, casualidad de las casualidades, dentro también estaba y estuvo la cara de lele, enmarcada en un abono transportes color rojo de la zona B3. Era una cara extraña (entendiendo ajena), lejana, distante, espaciada. Era una cara que ya no era y eso fue terrible, un golpe de aguja entre las dos costillas flotantes. Eso fue mucho, mucho peor que el fuego o la imaginación. Se me rompió el recuerdo en dos mitades perfectas que encajaban admirablemente (pero estaban rotas, es decir, eran dos, no una, era un símbolo (pieza partida en dos utilizada por los griegos, entre otros, para reconocerse a lo largo del tiempo. Si las dos piezas encajan en una sola: nos conocimos)). Un símbolo inefable de una realidad inalcanzable.
Y después, sólo después, volvimos a la caja (que todo uno siempre tiene, donde guarda los recuerdos que no sabe tirar (no se lo han enseñado, probablemente; o no quiere, seguramente)). En esa caja, entre el primer paquete de tabaco y el primer mechero, o entre la primera tarjeta telefónica y el primer anillo de hierba, había una carta, que me escribió ella en su momento, que Marcos leyó en voz baja (yo no). Y lloró.
Dijo que era preciosa (¿lo fue?).
No sé por qué leyó aquello (más casualidades, la carta estaba escrita el día del cumpleaños del hombre de gales). Si hubiera tenido intimidad en algún momento hubiera sido esa. En cualquier caso ese era el efecto, la fotografía nitida del momento mientras la noche seguía avanzando y nos íbamos curtiendo de angustia y necesidad. Necesidad de estar en otra parte, de ser otra cosa, de no haber sido tanto ni de tal modo. Se comprenderá que, en tal estado, toda cerveza era escasa, rala, torpe. En la fotografía del momento se puede apreciar a un anticuario descolocado, sobrecogido por la cantidad de objetos dispersos en la mesa. Al lado un galés lee una carta con lágrimas en los ojos. Parece que la carta le pertenece. De algún modo, así fue. Sólo cambiaron los nombres.
Eso, precisamente eso y no otra cosa, es lo que estuvo detrás retroalimentando las energías el resto de la noche. Eso y no otra cosa. Sin eso no hubiera habido angustia y nos hubiéramos ido a la cama mucho antes. Sin fuerzas. Sin necesidad.
De ahí se entiende todo.
Recordamos un incidente reciente. Concluimos que cuando se juntan los cuerpos porque las almas buscan a otra alma, la intimidad se convierte en juguete. Niños emulando, mimetizando a personas mayores.
En aquel incidente reciente no eran dos personas over the palomar. Cada cual (ella, yo) tenía su propia alma buscando a otra alma. Nos mirábamos y no nos veíamos, queríamos ver otra cosa, otra maldita cosa. Por eso me sentí tremendamente incómodo. Compartimos un grado de conexión que de ningún modo es posible que tengamos. No nos conocíamos. No sabíamos quiénes éramos (pero yo no hable con ella, ni ella habló conmigo, sobre aquella cama no éramos dos, sino cuatro. Cuatro son demasiados. La atmosfera se hizo opresiva sobre todo sobre todo sobre todo porque todo era mentira).
Eso es casi todo.