Era más o menos así,
como encender el bucle temporal de brazos
pidiendo algo, besos
perdidos dibujando un gran vacío sobre las sábanas.
Ochos tumbados en el aire buscando un hueco para abrazarse.
El olor y el sabor entrelazados
en las cosas que no se dicen porque rompen lo ya roto.
Qué mejor que contarse cuentos cuando cae la noche
para que la noche no pueda mostrarnos nuestros propios agujeros,
nuestras grietas, nuestras confusiones y preguntas.
Preguntarse demasiado es un suicidio profundo.
Abrazarse era lo contrario. Un deslizarse dentro de una burbuja,
mirar hacia dentro, olvidar el mundo, dejarlo de lado.
Nadie sabe nada porque nadie puede saberlo,
así que da igual todo lo que suceda mientras tanto.
Eso percibo mirándote a los ojos, que están
en mitad de casi todos los extremos: no pueden
definirse, carecen de datos. Hacemos lo que podemos
porque no hay nada que hacer en ninguna otra parte,
ochos tumbados, palíndromos sentimentales,
horas mecidas en la necesidad de dar sentido
a lo inextricable.