Y yo me subí a la barandilla del puente en la séptima vez mientras Cristina gritaba: por favor, no te tires, por favor. Sólo entonces comprendí que me estaba dejando otra vez. En realidad a mí me daba igual que lo hiciera o no, porque no había dejado de resistirse a mis constantes intentos de adentrarme en el juego espeluznante de sus senos desnudos. Yo estaba sentado allí, en la barandilla del puente, con mi vida en la cabeza y otra en el aire, y lo último que pensaba era en tirarme al río. Creo que ella no se daba cuenta de que el agua estaba a dos metros escasos de donde yo cogitaba. Si me hubiese tirado sólo hubiera conseguido empaparme, o quizá matarme de un resfriado. Pero, pensé, quizá ella es consciente de todo esto. Quizá lo único que quiere vivir es el romanticismo de ver el acto desesperado de un ex-amado. Y entonces la dejé hacer, mientras ella se acercaba lentamente a mí, en un paroxismo estúpido, y me tendía una mano nerviosa, que yo tomé mientras descendía de la barandilla, concediéndole un recuerdo hermoso. Supongo que de ese modo tan estúpido y, al mismo tiempo, tan honesto, he estado en su cabeza todos estos años.
Donde las cosas no suceden. Capítulo tercero.
En destrucción.