Hacía un sol estupendo de primavera y era mediodía de sábado, nunca se da mejor combinación en ningún universo posible cuando trabajas de lunes a viernes. Hacía un sol estupendo de primavera, era mediodía de sábado y estaba en el patio del chalé de unos amigos disfrutando de un aperitivo. Césped y tumbonas alrededor.
Eso es felicidad en una dosis sólida. A la que puedes aferrar entre las manos y dar forma.
No tenía recuerdos de mi vida anterior, pese a observar relativa consciencia de haberla tenido. No había nacido esa misma mañana en mi cama, con el alquiler pagado y un fin de semana por delante, por ejemplo. Tenía que haber habido un ayer del mismo modo que tarde o temprano habría un lunes. Pero era demasiado aventurado lanzarse por esos caminos sin estar del todo preparado. Era mejor, infinitamente mejor, seguir dándole duro a las cervezas y las aceitunas mientras el sol me picaba en la espalda y me obligaba a ponerme las gafas de sol.
No me gusta llevar gafas de sol cuando estoy hablando. No me gusta hablar con alguien que lleva puestas unas gafas de sol mientras me escucha.
Ella era arquitecta y comentaba cosas más o menos crueles sobre Le Corbusier sobre las que no podía poner pega alguna. No podía porque siempre me ha parecido un destrozo. Espacios masificados en los que al ser humano se le cosifica al robarle la propiedad del uso del espacio, que es definido de antemano. Pero me reía, porque contaba cosas que yo no sabía. Yo no puedo saberlo todo. No se puede definir a Le Corbusier en un trazo continuo, en una frase. Él tampoco podía saberlo todo, aunque siempre me dio la impresión de que ese era precisamente uno de los conocimientos que se le escapaban, que nunca alcanzó. Nadie puede saberlo todo, pero tenemos que vivir. Y vivir es, en algunos casos, actuar como si tuvieras todo controlado.
Como ahora, con las cervezas, las aceitunas y la conversación más o menos pedante sobre Le Corbusier. Digo más o menos porque seguramente entre expertos nuestra conversación parecería liviana, tonta y trillada, y entre absolutos desconocedores parecería frívola y pretenciosa. Pero yo actuaba como si estuviera todo controlado mientras me metía una aceituna en la boca y le daba un sorbo a la cerveza intentando que no me rozara ni los dientes ni la lengua. No era una cerveza para disfrutar. El objetivo era anular el cerebro y forzarle a desaparecer ahogado. Actuaba como si lo tuviera todo controlado cuando realmente no había nada que lo estuviera, ni siquiera recordaba mi vida anterior pese a ser consciente de que debía haberla tenido. Sí recordaba, sin embargo, haber leído algo sobre los cinco puntos de una nueva arquitectura, pero no con demasiada precisión, así que pregunté.
“La planta baja sobre pilotes, ya que pertenece a los coches”, me dijo ella. Eso ya era bastante jodido, para empezar. A mí me gustán las tiendas, las tiendas pequeñas de gente con cara a la que puedes ir a comprar algo. Gente con cara y con conciencia a la que puedes volver si te han vendido algo que no te ha servido, o que no termina de funcionarte del todo según el uso que le quieres dar. Me fascina el uso. El uso que se le imagina a las cosas para que luego cada uno haga lo que quiera con ellas. Esa es una de las libertades que deberian ser básicamente respetadas. Como si me compro lápices para usarlos de mondadientes porque me gusta el tono carbón que le dan a los bordes de mi dentadura. También es verdad que luego lo pienso un poco y no me parece muy razonable y creo que para eso está ya el palillo. No me gusta “mondadientes”, pienso ahora. Mondar no es una cosa que me gustaría que nada accionara sobre mis dientes, ni siquiera un trozo pequeño y alargado de madera plana. Eso casi menos. No menos que un bisturí, por ejemplo, pero casi menos.
Él trabajaba en un banco haciendo algo todo el tiempo. Y digo todo el tiempo porque incluso entonces/ahora, en este sábado de aceitunas, cervezas y Le Corbusier, sigue con el teléfono en la mano y hablando casi todo el rato a través de él, con gente remota. No es una metáfora, quiero decir gente que no está aquí y, no sé por qué, tiene más importancia que nosotros, que sí estamos aquí. Y digo “haciendo algo” porque nunca supo explicarme exactamente lo que hacía, o quizá yo nunca supe entenderlo muy bien. Adoro dos conceptos por encima de todas las cosas, uno de ellos es el de “combate singular”, que no es sino esa cosa o acto que sucede una sola vez y cambia el mundo irreversiblemente. Tú puedes prepararte todo lo humanamente posible para un exámen, pero en el momento en el que empieza las circunstancias connotan visiblemente el resultado, ¿te duele la cabeza?, ¿sientes mal la tripa?, ¿estás nervioso porque la chica que te gusta te ha dejado esta mañana y percibes que eso ha empezado a joderte la vida? Bueno, pues con todo eso tienes que hacer durante la siguiente hora este examen lo mejor que puedas y además dejará un registro, podrás presentarte otra vez el año que viene o cuando sea, pero no podrás hacer este mismo examen otra vez. Nunca jamás. Es la presión del tiempo que sucede de una vez y para siempre, no es como si te envían las preguntas a casa y te dan un mes o dos para responderlas. Ese es un combate singular mucho más ligero. Ahí las circunstancias deben ser más graves para tener igual peso. El otro concepto es el de suma cero.
(Aunque todo lo que sucede por nimio que sea sucede de una vez y para siempre, pero esto no puede durar años).
Una situación de suma cero es aquella en la que el hecho de que alguien gane supone que alguien ha perdido, porque las cosas que se ganan o pierden son finitas. Para que nos entendamos, si hay diez manzanas y yo consigo siete es porque mi oponente ha conseguido tres, no hay más vuelta de hoja. Si yo consigo diez el otro anda con las manos vacias. Suma cero es el concepto, además, que no deja de darme vueltas por la cabeza cada vez que él me habla de su trabajo. “Hemos conseguido una rentabilidad del 25% en esto, curramos un huevo pero ¡somos la ostia!” Y yo mientras tanto sonrío a duras penas pensando en quién habrá perdido un 25% de lo que tenía para que ellos puedan haberlo ganado. Las cosas de la banca nunca se distancian de la situación de suma cero, porque no es posible. Y me encabrono. Pero antes de poder responderle ya le han llamado otra vez y pierdo el hilo en un marasmo de pensamientos confusos. “Marasmo” es una palabra de las definitivas, de las que merece la pena manejar.
Él me dice, “¿pero qué problema hay en comprar en Amazon si me sale un 5% más barato que en cualquier otro sitio?”, y yo asiento y le digo que está bien pero no dejo de pensar en que ese cinco por ciento que él gana tiene que estar siendo perdido por otro en alguna parte del espectro complejo de la economía de mercado. Quizá el productor de la cosa, quizá los impuestos sobre la adquisición de la cosa, que son los que pagan los bienes básicos a los que todos, como seres humanos que somos, deberíamos tener acceso. Pero soy bastante tonto, lo comprendo. No pretendo tener razón, pero tampoco olvidar que en suma cero uno se enriquece sólo a costa de otros, y que a lo mejor me gustaría saber de qué otros para saber si ese ahorro es uno que me interese hacer. Quizá prefiera no ganar tanto esta vez.
Pero yo no tengo ni siquiera pasado, asi que qué más da. No puedo refutar nada. No puedo incluir nada. No puedo añadir nada.
“La terraza-jardín”, dice ella. Creo que me he perdido bastantes de los cinco puntos, que ese era el último. Se supone que en compensación al suelo robado la cubierta del edificio debe ser un espacio de esparcimiento, con un jardín. Y yo no sé si ya estoy loco o si estoy en rápido proceso de llegar a la locura y hacerme allí mi reino, pero a mí un trozo de naturaleza amaestrada en la azotea de un edificio no me parece una justa compensación al suelo robado. En ningún caso.
A ella tampoco. Suspiro de alivio. Cuanto más te esfuerzas en revisar lo que te rodea sobre tus propios conceptos más divergente te vuelves sobre la corriente de pensamiento general, y eso en muchas ocasiones inicia un combate singular contigo mismo y contra la idea de haber perdido definitivamente la cabeza. Y no siempre se gana. Lo bueno que tiene ese combate singular es que no es una situación de suma cero, y perder o ganar tu razón ni aumenta ni disminuye la de los demás.
“¿No le has dicho lo del coche?”, “¡no, joder, si es que este trabajo me está volviendo loco de remate!, ¡tengo coche nuevo, tío!” Y bajamos una planta hasta el garaje donde me enseñó una cosa enorme con cinco puertas y un color amarillo intenso, anaranjado, un poco ridículo para algo que pretende ser tan serio. Y le pregunté qué color es ese. Y me respondió «cúrcuma» con orgullo en la voz. Y añadió: “bueno, amarillo cúrcuma”.
Como si cúrcuma no fuera suficiente definición. Seguramente no lo era. No lo era porque, hasta donde yo sabía, ese amarillo era razonablemente amarillo, pero desde luego no cúrcuma.
Habría un mañana domingo, y empezaba a recordar lo que fue el viernes. Después iría recordando paulatinamente el resto de la semana anterior, y después el mes, y después el año. Nadie puede saberlo todo, pero el hilo narrativo de nuestra propia historia nunca desaparece de nosotros porque con él desapareceríamos nosotros mismos. Y vendría un lunes después. Y la misma lucha por no perder la coherencia escrita en rojo en el hilo de nuestro cuento, el nuestro propio. Me sentí ligeramente mareado por todo, por los hechos y por los deshechos de mi narrativa personal, así que le abracé, le dije enhorabuena y subí todo lo rápido que pude arriba, a meterme una aceituna en la boca y abrir una nueva cerveza, a volver a hablar de Le Corbusier como si lo tuviera todo absolutamente controlado. Vivir es, en algunos casos, actuar como si tuvieras todo controlado.