No tiene mucho sentido reflexionar una vez llegado a un punto, más que para contrastar que no te falta nada. Que lo llevas todo. Que aunque tienes hueco sigues necesitando sólo las mismas cuatro o cinco cosas, o que ha cambiado alguna y tienes que alterar lo que contienen tus bolsillos para adaptarte a las circunstancias. Es complicado verlo en un mundo en el que la competición lo es todo —y en el combate vale todo, enchufes mezclados a batiburrillo con estudios varios y club de conocidos y suerte en el camino.
A mí me gusta la competición. En el juego. En todo lo demás me pudre por dentro.
El otro día un tipo trabajador de banca, hijo de la señora que compartía la habitación con mi abuela en La Paz, empezó a decir que la gente tenía la cabeza sólo para adornar porque se pidieron créditos estratosféricos. Lo cuentan como si uno llegara al banco, dijera «póngame cien millones» y se fuera con ellos por la puerta. Como si nadie tuviera que aprobar eso. Como si nadie lo hubiera aprobado. Como si no fuera parte de un timo-estrategia en el que ellos ganaban diez veces más que lo que tú te llevabas. Más lo que ibas devolviendo después.
Como si nos hubieran estado haciendo un favor y ahora, desagradecidos, les hacemos un feo no pagando.
Lo que es seguro es que los tipos que tienen la cabeza para adornar son todos y cada uno de los que aprobaron los criterios de riesgo en cada uno de los bancos. Los que decidían de verdad, no los pringados.
La estratagema sale bien porque todos y cada uno nos sentimos pringados privilegiados. Todos pensamos que los males van a ir a los demás. No sentimos a los demás como si fueran nosotros mismos. No pensamos que cada vez que un tipo se queda en la calle nos quedamos nosotros también, por ejemplo. No, eso sólo le pasa a los demás pringados.
Ellos son pringados del montón, nosotros —pensamos— somos pringados privilegiados. Supongo que eso mismo debían pensar en un campo de concentración cada vez que veían que no formaban parte de la hilera camino de las duchas.
Creo en la humanidad, firmemente. Pero también creo que la humanidad que se concreta en cada individuo saca lo peor de si cuando su subsistencia no está asegurada, y esto lo digo sin ánimo de generalizar. Hay tipos grandes y altruistas por el mundo pero no son la norma general, sino más bien la excepción. Los demás convivimos como podemos con nuestros pequeños y grandes egoísmos.
Quiero pensar que lo único que hace posible esta realidad de mierda en el que cada uno intenta acaparar todo lo posible sin importarle las consecuencias para los demás, en el que somos accesibles a las grandes empresas porque ellas son las que nos hacen sentir los más privilegiados de todos los pringados (trabajando para ellas, dejándose sobornar por ellas en el caso de un político corrupto o sucumbiendo a sus irresistibles ofertas como consumidores que no se preocupan de dónde vienen las cosas que les ofrecen), este mundo de mierda, digo, cambiaría razonablemente si todos tuviéramos lo básico cubierto: comida, techo, educación, justicia, democracia y cuidados en la vejez y en la enfermedad.
Eso es lo básico. A partir de ahí empieza la humanidad.
Mientras tanto la competición, única regulación real que entiende el capitalismo del liberalismo económico, hace que nos ostiemos los unos a los otros intentando acumular por si en algún momento vienen mal dadas. Porque sabemos que cuando no podamos competir estaremos muertos. Nadie cuidará de nosotros cuando no tengamos dónde caernos muertos. Y cada vez menos.
De vez en cuando alguien dice que las reglas se han pervertido, pero me pregunto cómo si el fin siempre fue repartir bienes en función de criterios competitivos en vez de la simple pertenencia a la especie. Más dinero, mejor sangre, más relaciones, más lo que sea.
Más mierda. Más qué. ¿Quién sienta los criterios? ¿Qué es lo mejor? Yo no tengo ni idea, pero aventuro: lo mejor es lo que cada uno puede aportar siendo él mismo, lo que cada uno es y sólo él es.
Lo demás es terrorífico, parcial, interesado y asqueroso de facto.