PRÓLOGO
En un principio fue el ruido.
O eso es, al menos, lo que ahora recuerdo.
En un principio los litros de vino
estampados sobre risas estentóreas,
los cigarros rápidos que fulminaban
el lento transcurso de las horas.
En un principio estabas tú,
y yo a tu lado.
En un principio quizá
corazones pegados que hacían su función
al unísono.
Bum. Bum. Bum.
O eso es, al menos, lo que recuerdo.
1.
El mundo empezó como si tal cosa,
como si nada especial hubiera sucedido.
Abríamos los ojos y allí estaba,
listo y preparado.
Nos cogimos de la mano y fuimos
a recorrer nuestros dominios,
paramos a comprar un bocadillo de calamares
y unos tercios.
Era agradable y todo eso.
Nos dimos una vuelta
cogidos de la mano, parando
en los parques a sentarnos, abrazarnos,
besarnos y tocarnos.
No estaba mal el invento.
2.
La mañana tenía tintes macabros
porque siempre nos cogía con resaca.
Era duro hacerte las tostadas con el
cráneo envuelto en fuego.
O al menos complicado.
Pero entonces te despertabas y
te acercabas a la cocina y
me dabas un beso de bolsillo
y te ibas a mear al baño.
Y eso podía con todo.
3.
Fuimos a testificar a aquel juicio
como si no tuviéramos otra cosa mejor
que hacer
aquella mañana.
Como si no nos hubieran citado.
Nos pillaron desprevenidos.
Dijeron que hacíamos ruido,
como si vivir fuera algo silencioso
para todos los demás.
Que hacíamos demasiado ruido,
como si vivir debiera tener
algún tipo de medida.
Que éramos unos malos vecinos
y ciudadanos y un montón
de chorradas parecidas.
Que teníamos que enmendarnos
y que pagar una multa iba
realmente a ayudarnos a comprenderlo.
Pero la verdad es que no entendíamos
nada de nada de nada.
Salimos de allí con 300 pavos menos,
preguntándonos por qué
alguien había conseguido tener
el derecho
de quitárnoslos.
No lo comprendíamos muy bien.
Paramos a tomar unas cervezas en un
bar tremendamente sucio que nos pareció
lindo,
y según iban cayendo los tragos
cada vez entendíamos aún menos
y cada vez nos importaba aún menos no hacerlo.
El dueño del sitio era realmente un freak
al que le terminamos contando
aquella historia del juicio,
y se ofreció a invitarnos
a unas cervezas para compensarlo.
Se lo agradecimos y le dijimos que él no
tenía que compensarnos por nada, pero
el tipo encogió los hombros
con una especie de lágrima en el ojo izquierdo
y nos dijo
“alguien tenía que hacerlo”.
Un gran tipo al que no hemos vuelto a ver nunca.
La vida tiene cosas de este estilo.
4.
Después de aquello empezamos a empeñarnos
en esforzarnos en no hacer realmente ruido.
Pero era complicado,
de un modo que no sé si hubiéramos
sabido explicarle a ningún juez.
No sé si algún abogado defensor
hubiera podido montar una defensa con aquello.
Pero para nosotros era meridianamente claro.
A veces venía Nano con el cajón,
o Miguelón con un disco que
no habíamos oído,
o Koldo con una peli,
o Hare con la guitarra,
o los compañeros del curro
o cualquier otro con cualquier otra forma
de vida en el bolsillo.
Y ahí estábamos. Sin quererlo.
Haciendo ruido.
Eso sí que no nos costaba esfuerzo alguno.
5.
Recuerdo las mañanas porque son,
de algún modo,
como volver a la vida de nuevo.
Como un punto de partida
en el que se borra el tablero y se reparten
de nuevo las fichas.
Recuerdo los cafés y los besos
algo intoxicados por el aliento y
cómo me rozabas levemente la mano
con la tuya
al pasar a mi lado camino de la cocina.
Recuerdo mirarte como si fuera lo más
normal del mundo y sonreír, para mí,
pensando que no estaba mal la historia
esta de estar vivo.
Te recuerdo a veces descubriéndome en ello
con el cazo de la leche en la mano
y sonriéndome tentándome con un
abrazo completamente nuevo. Nada
de saldos. Un abrazo recién hecho.
Un abrazo en el que podía disolverme
y desaparecer un rato. Y al volver a la realidad
tener enfrente tu cara era todo un aliciente
para seguir con ello.
Y ese ello eran las facturas,
el ducharme para ir al curro,
el embrague del coche roto de nuevo,
la comunidad y la fuga de agua
y el asunto ese del ruido,
que yo podía leer en todos
los rostros de
cada uno
de los vecinos
al cruzármelos en el portal.
Como en una peli de fantasmas
ninguno hablaba conmigo.
Sólo miraban cabreados esperando algo
que yo no sabía darles.
Era francamente terrorífico.
6.
Yo trabajaba de mañana y tú de tarde,
así que tu te esforzabas en madrugar
para desayunar conmigo
y yo en trasnochar
para emborracharme contigo.
Para mí no era un gran esfuerzo, la verdad.
Es curioso cómo la misma vida que te une
puede llegar a separarte voluntariamente,
cómo tomar la decisión de vivir juntos
puede mandar al traste tus expectativas.
Tienes que lidiar con el casero, que quiere cobrar,
y con el supermercado, que quiere pasta por los alimentos.
Eso nunca lo he tenido demasiado claro.
Se suponía que esto iba de estar juntos.
Se suponía que esto es lo que hace todo el mundo
para, precisamente, estar juntos.
Pero yo fui viendo como nuestras vidas
se iban relegando
al fin de semana, a los desayunos y las borracheras nocturnas.
No es que estuviera mal,
es que estaba lejos de ser suficiente.
Y me preguntaba si los demás sentían lo mismo,
pero cuando sacaba el tema en el curro
intentando incluirles en mi círculo de solipsismos
me daba cuenta de que hay muchas formas de ver las cosas.
Y no todas son parecidas.
Algunos me espetaban que necesitaban libertad
al menos unas horas al día.
Eso me dejó bastante confuso.
¿Qué tipo de libertad necesitas que consista en
estar ocho horas aquí
pegado a un teléfono de mierda?
Házmelo comprender, por favor,
porque harías mi vida mucho más fácil.
Otros me dijeron que las cosas son así,
y no se puede hacer mucho más.
Eso me dejó más confuso aún.
Pensé que este mundo era nuestro, tuyo y mío.
Así es como lo vimos en un principio.
Está el asunto ese del casero… me decían.
Y el del supermercado… seguían.
Mientras, yo, me iba mareando.
No iba a ser capaz de entender aquello.
Por más que me esforzara no iba a poder dar lo bastante,
así que me callaba y esperaba a la tarde
para volver a casa y esperar aún más.
Y esperarte.
Después, cuando por fin entrabas por la puerta,
tenía una sonrisa para ti
y unas cervezas sobre la mesa.
Mejor dejar eso de comprender nada para luego.
7.
Las tardes eran siempre diferentes.
Solía irme a dar una vuelta por el barrio.
Nada que resaltar, la mayor parte de las veces.
Caminar es de viejos, pero no está mal del todo.
Y eso que entonces era muy temprano.
Muchas otras tardes acumulaba fuego
en la cabeza
y me ponía a escribir, o a componer,
pero suele ser bastante difícil cuando eres feliz.
Sólo escribes tonterías idiotas.
Aún así, no es conveniente oxidarse.
Acumulaba fuego por costumbre, y tenía que matarlo
haciendo algo con papeles o con la guitarra
o matándome a cervezas, pero eso no era
frecuente. No solía gustarme
cogerte ventaja.
8.
Los fines de semana tenían mañanas más relajadas.
Al fin y al cabo no teníamos que ir a ninguna parte más tarde.
Eso sí que se parecía más a lo que yo había esperado,
hacerte un café y unas tostadas y esperar a que
te desperezaras,
verte aparecer en bragas hambrienta
lanzándote a por la comida y deglutiéndolo todo,
para siempre al final soltar un
mmm, ¡qué rico!
que me hacía el tipo más feliz del mundo.
O el de después, no sé,
nunca he sido muy competitivo.
Y entonces planear el resto del día.
Seguramente había muchas cosas que ver en Madrid.
Es sano ir a por ellas. Es sano estar en ellas, luego
le puedes contar a la gente que has ido y eso.
Pero es muy difícil salir fuera cuando
al fin y al cabo
dentro está todo lo que necesitas.
Mirarte era estupendo en esa época.
Bajar al supermercado y comprar algo de comida
y unas cervezas, besarnos haciendo cola en la caja.
Mirarte cuando sé que estás diciendo “quedémonos”.
Dejar de besarnos cuando alguien se aclara la garganta
y sacar billetes arrugados para pagarlo todo.
Volver a casa.
Poner a enfriar las cervezas.
Lanzarnos a la cama como si algún tipo de disonancia
fuera a disolverla pronto.
Y al terminar tener cerveza fría en la nevera
y comida lista para ser preparada.
Así que me pongo a cocinar mientras abres
las cervezas y me cuentas tu semana,
con la mentalidad del sábado volviéndolo
todo más divertido y mucho menos jodido.
Casi puedo sentir al despertador volviéndose
loco sobre la mesilla mientras me besas
y se queman los filetes.
Casi puedo sentir a los molinetes de entrada
al curro poniéndose pálidos mientras
me abrazas y perdemos a los filetes
definitivamente.
Habrá otros.
Sustituimos carne quemada por otra cruda
y empezamos de nuevo.
Te mando al salón a ver la tele o algo
y me gritas desde ahí que estás sola,
que vaya pronto.
Así que comemos carne prácticamente cruda
regada con litros fríos de cerveza,
y cuando terminamos nos amodorramos
en el sofá y nos preparamos
para la siesta.
Despertarse después es un
lujo al alcance de todo el que quiera.
Mirarte era realmente fascinante en esa época.
EPILOGO
Las cosmogonías son explicaciones
artificiales del origen y sentido del mundo.
(Esa frase no cabe en un poema)
Las cosmogonías son la teoría
plausible cuando no hay datos observables
más que a posteriori.
(Esa menos).
Son como el intento de encontrarle
el sentido a una peli cuando entras al cine
a punto de finalizar.
No tienes datos suficientes, y juegas.
Las cosmogonías son bonitas.
Las cosmogonías no son nunca puras, y sí
siempre tendenciosas.
Pero son bonitas.
Las cosmogonías son un intento
de darle sentido a lo que no lo tiene.
La verdad es una cosa fría y con aristas punzantes.
Las cosmogonías no.
El sentido del mundo no existe en cuanto algo universal.
(No le demos más vueltas, no existe y no podrá
existir nunca, dios manifestado mediante que nos
explique un poco de qué va el rollo,
y luego a fondo).
No son puras, son tendenciosas, pero son bonitas.
Reglas de juego:
En mi cosmogonía los personajes los pone el mundo.
En mi cosmogonía el sentido lo pongo yo.
En mi cosmogonía el significado lo pongo yo.
No podré nunca imponer mi cosmogonía a los demás,
pero puedo intentar hacerles ver mi tablero
y sus figuras.
Utilizaré canciones, poemas, relatos, novelas, fotografías
y todo lo que esté a mi alcance para ello.
Porque las cosmogonías son bonitas
y la vida,
sin ellas,
no.