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días perdidos en la cola del supermercado

No es un efecto chulo en el pc, es focuswriter

Normalmente no suelo ser muy positivo cuando escribo. Pese a pasarme el día haciendo el tonto y sacándole punta a todo para hacer que la gente que me rodea se ría, cuando pillo un teclado me paso al negro. En todo. Al humor negro, a la ironía más corrosiva. Tamizado, porque no soy tan bueno. Aunque en el fondo me creo que sí.

Pero hay días que además yo me siento oscuro. No ha pasado nada definitivo, nada que deje huella, pero has recibido un millón de putaditas como pequeños pinchazos de forma continua. Hoy he vuelto a la dieta y eso tendrá algo que ver, supongo, aunque no he vuelto tanto como para no coger unas latitas de cerveza (debe ser que como mi medida estándar es el litro, cuando sólo cojo seis latas, por ejemplo, siento que me estoy esforzando o algo). Y ahora, al llegar a casa, he sentido esa sensación tan pegajosa que constituirá el tema de hoy.

Escribía Bukowski en “El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco”: No sé lo que le pasará a otra gente, pero yo, cuando me agacho para ponerme los zapatos por la mañana pienso: “Ah, Dios mío, ¿y ahora qué?”

Y es en cierto modo esa misma sensación la que me jode a veces, la de haber estado toda la mañana en el curro, agazapado como un gato mientras trabajo todo lo que puedo para que el tiempo pase rápido, para después ir al supermercado a coger algo que cenar, con prisas, tirando cosas por el camino, saliendo disparado entre los estantes, para después meterme en el coche, darle, aparcar, subir a casa, meter las cosas en la nevera y sólo entonces decirme:

“Joder, ¿y ahora qué?”

Y ahora qué. Vale, amigo, ya tienes el tiempo, puedes hacer lo que quieras desde ahora hasta que caigas rendido en la cama. Y entonces justo, justo entonces, no saber especialmente qué hacer.

Ese es el pinchazo definitivo que hace de un día malo un día de mierda.

Normalmente pasaría al plan B, que consiste básicamente en una rueda de cuatro pomodoros, novela, esperanto, inglés y bicicleta estática (a elegir según el día), para reencontrarme con la misma situación más o menos a las ocho de la tarde (hola, buenas noches, ¿qué tal?), cuando queda menos luz, menos energía y menos tonterías. Después cogería la guitarra una horita más. Un buen libro al terminar, la cena y a las doce a sobar. Otro día sobrevolado. Sin bajas. 0 killed.

Chimpún.

Y no es que no encuentre cosas que hacer, tengo un huevo de ellas en las que estoy muy interesado. Y otras en las que no lo estoy en absoluto pero que en algún momento tendré que encarar: limpiar la cocina, recoger la ropa de la cuerda y dejar de usarla como un puto armario, sacar los platos del lavavajillas y dejar de usarlo como un puto armario. Son cosas posibles y necesarias, pero desde luego no deseables. Últimamente tiendo al orden porque este tiende a ser satisfactorio, y en vez de pasarme la tarde escribiendo chorradas me pongo a limpiar y a última hora le echo un vistazo a la casa y me digo: “eh, aquí ha habido esfuerzo”. Y entonces me siento con un libro y miro a mi alrededor, orgulloso y satisfecho.

Pero no mucho, por supuesto. No consigo centrar mi satisfacción en eso.

Es como ser un velocista e intentar superarse a uno mismo dando cortos paseos con denuedo.

Y no, no tengo ni puñetera idea a estas alturas de qué representa en mi metáfora eso de “velocista”. No sé qué soy, no tengo ni idea. No sé en qué me defino. Conozco las cosas que me hacen sentir bien: tocar, escribir, tirar fotos, un buen pedo, aprender algo que me interesa. Si por mi fuera estaría el resto de mi vida haciendo exacta y milimétricamente eso.

Pero hay que hacer otras cosas, y ahí la desazón. O no desazón, a lo mejor es demasiado fuerte llamarlo así, sino simplemente la molesta resignación. Para vivir tienes que hacer esto y lo otro, currar y limpiar y hacer declaraciones y firmar cosas e ir a bancos o ayuntamientos o polideportivos a firmar otras. Cosas así, que quitan mucho tiempo. Y, a lo mejor, cuando tienes el tiempo ya no tienes ni putas ganas.

Por eso de que llevas bastante rato ya con eso de esto y lo otro.

A eso me refiero con lo de Bukowski, más que a una especie de vacío existencial o algo así. No es que sienta que la vida no tiene sentido o que no encuentre cosas que me atrapen, sino a que a veces, en días como hoy, cuando me llega el tiempo para dedicarme a ello no me quedan ya ganas de nada. Sí… revolotea en mi cabeza que quiero leer este libro u otro o que ayer empecé una canción nueva y me gustaría terminarla, pero ha sido demasiado ruido vital de mínimos como para ahora encontrar un sitio tranquilo donde ponerme a respirar en voz alta.

(¿No os habéis dado cuenta de que cuando hacemos algo que tenemos-que pero no queremos respiramos en voz bajita, como para no molestarnos a nosotros mismos?)

El único momento de reposo y meditación que encuentro en un supermercado (y no porque yo quiera alguno, que si por mi fuera ni uno, entrar y salir) es en la cola de la caja, esperando a pagar. En ese momento es cuando empiezo a planear lo que haré cuando llegue a casa. Ese es el motor primero de la prisa y de las insatisfacciones. En ese momento en el que forzosamente no puedo hacer más que esperar a que me toque de una vez (de una puta vez, cojones), me quedo mirando a la rubia cincuentona que tengo delante que mete las cosas en las bolsas como si todo lo que hubiera comprado fueran huevos. La chica de la caja hace rato que ha terminado de pasar cosas por el escáner y la está mirando, y la rubia sigue con su rollo slow motion. Yo ya tengo mis mierdas en la cinta y tengo una bolsa entre mis manos que no sé manejar, así que me la paso de una a otra, sonrío a la cajera, miro con algo de inquina a la rubia, miro al suelo, compruebo doscientas veces que llevo la cartera y otras doscientas que dentro tengo dinero. En ese momento no puedo hacer nada, ¡no puedo hacer nada por acelerarlo tampoco! Y ahí estoy con mis cuatro basuras para comer y beber en la cinta, con mis doscientas cosas en la cabeza que se van apagando como luces tontas que se quedan sin pilas, ¡y no puedo hacer nada más que mirar a la rubia como si cagarme en su puta madre en silencio pudiera ser algún tipo de revulsivo! Y ella no tiene culpa de nada, por supuesto. No es nada más que la gotita que colma el vaso por hoy.

Ese cierto inevitable.

Sólo es ese último ésto y aquello que ha acabado con todo.

En ese momento me digo “voy a hacer una entrada en el museo que hable de días como estos (porque ya entonces sé que va a ser un día de estos aunque la sensación no venga hasta después, y aun así ya está todo destrozado, ya no hay modo de arreglarlo) y después me voy a lavar el pelo (lavarse el pelo no es ni de coña equiparable a recoger la ropa o limpiar la cocina) y aún en pelotas voy a salir a la terraza con un cigarro y una cerveza y voy a mirar hacia fuera, encender el cigarro, abrir la lata y pensar en el modo en el que estoy manejando mis rutinas y subrutinas. Y después voy a mirar hacia arriba como si hubiera un dios y voy a decir bajito (por los vecinos) «eh, cabrón, ¿eso es todo lo que tienes?, ¿es eso todo lo que tienes?, ¿una puta rubia cincuentona?» Y entonces voy definitivamente a ver atardecer mientras cojo frío, para después abrir el archivo de la novela y derramarme entero. Chorro a chorro primero y gota a gota al final, hasta que piadosamente me vacíe.»

Y no sé. A lo mejor hago eso. Nunca se puede saber de antemano en un día de estos.

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