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una foto

Para la primera reunión y la primera foto, algo íntimo, solos los dos y un par de consoladores, vestuario diverso, algunos litros. Cuando le da la gana la vida se desliza y ronronea como una gata mimosa.

“¿Qué es lo que más deseo? Follarte a ti y a todas hasta quedarme sin aliento. ¿Para qué?, no tengo ni puta idea. Es más, lo desconozco tanto que tampoco tengo ni puta idea de qué hacer con ello, ni la tendría si realmente se hiciera hecho, o de qué hacer después o mientras tanto.”

Eso deambulaba en su cabeza mientras entró por la puerta.

Misma casa, mismo desorden, misma Ikea por todas partes, las mismas pintadas en las paredes, cerveza fresca, recién ahuecada, recogida de cebada limpia de campos eternos que nunca empiezan ni terminan y nunca tienen a un tipo diciendo “eh, que esto se ha acabado” dentro.

A las diez de la mañana de un domingo es difícil empezar con cervezas y no sentirse afectado. No sentir que el mundo tiene algo que es un regalo en el que han equivocado el destinatario, no sentir que es lo que es sin más, sin miedo a represalias.

No oler la trampa, no intentarlo al menos. No preguntarse dónde está la letra pequeña, el cepo que te va a condenar de una vez y para siempre a un resto de tu vida compuesto de miseria y mugre a partes iguales.

Así que entra por la puerta y ella está igualmente desnuda y sonriente, y sobre la mesa un par de vasos significativamente limpios en los que vierte ámbar con espuma a partes iguales porque no tiene ni idea de cómo hacerlo bien. Pero eso poco importa.

Él sonríe, alucina y sonríe, se despereza y sonríe, abre la boca y sonríe. La escucha hacer el plan de hoy para la primera foto y sonríe, mientras su cabeza está a millones de kilómetros de allí viendo la escena desde tan lejos que no tiene ningún sentido para él. Levanta el vaso y la cara y parece que sus ojos están mirando hacia delante, pero en realidad están invertidos hacia dentro, ahondando dentro. Escavando hacia dentro y preguntándose qué es todo esto al fin y al cabo. Viendo el encuentro desde millones de kilómetros a través de su cabeza, que no puede hacer más que ordenar a sus manos que acerquen y a su garganta que trague y a sus labios que sonrían y sonrían y no hagan nada más que sonreír a ver si el cervatillo se va a largar por una pisada sonora en la hierba a destiempo. Eso es lo que suelen hacer los cervatillos, sin duda.

Ella está maravillosamente compuesta de brazos y tetas y mejillas y un ombligo estupendo que es otra boca fagocitando hierro. Hay más bocas, y están todas presentes. No falta ninguna.

El hierro debe ser fagocitado siempre y en todo caso. Prioridad al hierro. Prioridad a las manos que lo tocan.

Él sigue como en un sueño cuando se levantan y van al dormitorio, y ella se viste y se desviste intentando encontrar lo que busca. El efecto deseado.

Su mente, desde una galaxia remota, le ha ordenado calibrar la cámara y él se esfuerza en concretar una apertura de diafragma y un tiempo de exposición que concuerde adecuadamente con la luz. El tema de quedar por la mañana era la luz natural. Es consciente. Su mente, desde otro universo paralelo en el que determinadas cosas no suceden gratuitamente, se esfuerza por cerrar los parámetros de una foto perfectamente iluminada. Así son las cosas. Ese es el esfuerzo. Periódicamente vuelve al salón a por más cerveza para intentar descentrar todo tanto que aparezca perfectamente centrado al otro lado del caos.

Donde se juntan las paralelas y el caos se convierte en un lugar ordenado en el que estar.

Donde toda la locura inimaginable se transforma en la materia de la realidad.

Al otro lado. El hierro no huele a nada. Son nuestras manos las que huelen a metálico después de entrar en contacto con él, y sólo porque decidimos por la experiencia que ese es un olor a metálico. Es una sustancia de nuestras manos la que se recompone de alguna forma en contacto con un metal y desprende ese olor.

Pero el hierro no huele a nada.

Aunque es imposible tocarlo sin acabar con las narices reventadas de olor. De olor a él.

Pero él no tiene nada que ver.

Acabar con el hierro es lo importante, cargárselo entero y llevar hasta el extremo al caos para que aparezca por el otro lado nacarado, divino e impoluto, convertido en un orden perfecto y con perfecto sentido. Lavado, salvado, exonerado.

Sólo cuando las cosas se agotan extenuadas pueden comenzar a ser otras. El límite no es más que un mercado, un punto de intercambio.

¿Es siquiera posible no dejar restos de uno mismo por todas partes? Se pregunta el tipo. ¿Es posible que me esté oliendo a mí mismo? Al fin y al cabo tiene los ojos volcados hacia dentro rompiendo el orden habitual, haciendo que sean estos los que filtren la información que le da el cerebro y no al revés.

Pero eso es por el asunto del hierro, en todo caso. Es por el maldito asunto del hierro y de no saber si hueles la barra o si no has sido capaz de dejar de olerte las malditas manos todo el maldito tiempo, impregnando la realidad de piel hasta no saber si has salido de tu cabeza en todo el proceso ni siquiera un solo, y significativo, momento.

Y ella le percibe raro y no hace más que preguntarle si hay algún problema, como si los problemas fueran algo capaz de situarse en un momento y un espacio concreto, como si los problemas no fueran algo atemporal que existe indistintamente de la vida o de las circunstancias que están sucediendo en una ubicación espacio-temporal dada.

Como si no fuera que los problemas constituyen los ejes de ordenadas y abscisas porque eso mismo es lo que son los ejes. Menuda novedad. El tiempo y el espacio no son más que una mierda irrelevante. Los problemas son los cajones donde la existencia de cada uno cobra sentido y se puede ordenar, como los calcetines limpios bien emparejados un domingo de colada. Cada uno en su sitio según su color y su grosor: estos para invierno, estos son más fresquitos y me van bien con los pantalones que me regalaste el otoño pasado.

Frente a eso el espacio y el tiempo no tienen maldita cosa que hacer.

Ella es feliz porque no puede ser otra cosa en este preciso momento, y por fin ha decidido qué traje se va a poner para la foto. Y el traje es unas medias que le llegan a mitad del muslo y un sujetador de encaje. Y con eso está más que suficientemente preparada para seguir adelante. Y le pregunta qué tal, y él, desde millones de kilómetros de distancia y casi completamente piel oliendo a hierro, le dice que está estupenda y casi le pide por favor, casi le ruega que hagan la foto de una vez, que la lancen y no se preocupen de más.

La luz se vuelve tenue tamizada por el grosor de las cortinas. Las partículas de luz rebotan aleatoriamente sobre la tela que cubre la ventana y la mayor parte de ellas vuelve fuera, al mundo exterior de donde vinieron. A contar otras historias en otra parte. Algunas ondas o algunas partículas consiguen pasar por los espacios atómicos vacíos de la tela y se vierten en la habitación, que no puede negar que está regada por la mañana. Un poquito más tarde la encuentran a ella, con las medias por encima de la rodilla, a mitad del muslo, con un sujetador de encaje, y la graban en retinas mientras introduce un consolador en la boca que necesariamente debe repudiar el hierro.

Debe hacerlo, porque el hierro no huele a más que nuestras manos después de pasar por él. Eso ya está dicho.

La luz que le llega a ella rebota por todas partes, poniendo el mundo de la habitación perdido de ella. Y sólo algunas ondas-partículas rebotan convenientemente y encuentran el objetivo de la cámara, donde son recogidas tiernamente para enervar el sensor el tiempo suficiente como para tomar una foto. El tiempo suficiente para permitir que el sensor reciba el estímulo necesario para tomar una fotografía de esa excepción en toda regla.

Entonces es cuando ella, realmente, sonríe.

Y pregunta “¿qué te pasa?”

Y el tipo no puede decir más que “esto no debería estar pasando, hay demasiadas cosas en contra y muy pocas facciones a favor”.

Ella concreta, porque tiene las cosas más fáciles, y responde “lo que está pasando de hecho lo está haciendo, no hay que darle más vueltas”.

Tan sencillo como eso.

Y se acercan al macbook y enchufan la cámara, y realmente contra todo pronóstico pueden ver la imagen, bañada de la luz de la mañana, en la que ella aparece con las medias y el sujetador y el consolador ocupando el espacio.

Ella se gira, feliz, y le abraza. Y él siente botones sobre su pecho.

Y se empalma.

Qué menos.

Nota como su alma quiere escaparse por su glande para hacer una vida en otra parte, para aprender una profesión, ver crecer a sus hijos y criar a sus nietos mientras todo lo que parece suceder sigue sucediendo: las estaciones, las cosechas, las limonadas en verano, los calcetines convenientemente colocados en los cajones.

Nota como su mente, transida de hierro y a mil millones de kilómetros en otra galaxia, pugna por volver, por encontrar el camino a casa, mientras su alma se escapa irremediablemente a través de su grande hinchado. Es todo una discordancia. Irreconciliable. No hay un lugar común al que llamar casa porque pese a todo su esfuerzo no ha conseguido revertir el caos, darle la vuelta. Es mucho más fácil con los calcetines. Mucho más.

Se sientan en el salón y ella está más que satisfecha. La primera foto para la exposición está hecha. Él está a punto de llorar del esfuerzo. Él está a punto de desintegrarse.

Derramarse en el espacio.

Ella le mira a los ojos, cogiéndole de las manos, y le dice “gracias”.

No quiere verlo al mismo tiempo que no quiere dejar de mirar, pero sus ojos brillan porque están encharcados. Una parte del caudal debe salir para no contravenir ninguna ley física. Vuelve la mirada a la pantalla del macbook donde está la foto, y el caudal crece. El embalse en el que se han convertido sus ojos no tiene mucha más capacidad.

Y entonces él observa cómo una gota de humedad se hace consistente y abandona el ojo para atravesar levemente la mejilla.

Un leve rocío que es demasiado grande para evaporarse se escapa por la comisura de su ojo y, después de un corto tramo de espacio, encuentra la mejilla y rueda.

Rueda llegando a la barbilla.

Él lo recoge con la yema del índice, desconcertado.

Ella se olvida y sirve más cerveza. Son las doce de la mañana de un domingo y no parece que haya nada más interesante que hacer, así que él coge el vaso y lo derrama en su interior.

Ella le besa, sin ningún particular olor a hierro. El agradecimiento se ha extendido y se ha hecho labio que recoge los suyos.

La mira a los ojos y no sabe qué decir. Él está en la excepción, ella en la vida misma. No sabe quién está mejor ubicado. No es muy posible saberlo.

“Tenemos que hablar a lo largo de la semana para quedar para hacer la segunda foto”.

Él lo oye como a través de un acuario. Sordo, bocinado, deforme.

Sonríe. Coge el litro y lo revienta directamente contra la garganta. No puede ver pero intuye estrellas creándose contra el cielo del paladar. Universos saliendo de la nada para convertirse en algo.

Se levanta.

Dice “perdona, estoy un poco mareado, ¿te importa si me voy?»

“No, como quieras, te acompaño”.

“Te dejo aquí el macbook y la cámara, vendré un día de esta semana y ya concretamos”.

“Perfecto”.

Ella, desnuda, le despide en la puerta.

Sólo asoma la cabeza.

Una preciosa cabeza.

Él apesta a hierro, lo sabe. Entra en el primer bar. Saca veinte euros. Pide. Por favor. Una cerveza.

Y repite, sin que nadie se lo pida, «por favor».

Hasta que se la llevan.

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