Me hubiera gustado pedir perdón
sólo por hacerlo. Por hacer algo.
Me hubiera gustado haber sabido hacerlo,
haber encontrado la fórmula para
encontrar las palabras justas en los pulmones
y echarlas con mi aliento de la boca.
Me hubiera gustado estar en ese punto y
dejar de confundir los puntos con las comas,
comprender las sutiles diferencias
que construyen realidades paralelas,
y el tiempo, y el recuerdo, y el destino,
y lo inmarcesible y lo que se agosta,
me hubiera gustado, en cualquier caso,
pedir perdón, ir haciéndolo.
Permanecer mirándote fijamente a los ojos
con tu mano entre las mías,
en algún bar
con el café ya casi frío,
y el ruido de fondo
y tú intrigada al otro lado
por la mirada y el contacto
y por el rato,
y decirte lo siento
como si tuviera la más remota idea
de lo que estoy haciendo.
Resolver la incógnita de tu mirada
y su brillo de alegría
para después despedirme
y seguir con lo mío. Dar la vuelta,
recomenzarme, destituirme a mí
para formar un nuevo equipo.
Una sola disculpa, aunque vacía,
es capaz de todo eso. Así que
me hubiera gustado pedir perdón,
sólo por hacerlo. Por hacer algo.
Por saber a qué atenerme. Por
volver a citar mis fuentes o las tuyas,
por salir del trago sin atragantarme
este año.