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autodespedidas frustradas

Toc, toc.

Llamaban a la puerta. Es lo único desagradable de las puertas, si es que algo tienen, que no sólo sirven para entrar. También sirven para golpearlas esperando entrar. Como si la radiación residual de la vida que fluye no fuera suficiente dentro de los límites de mi estricto territorio como para no dejar huella en las vetas de madera de imitación que la surcan de arriba-abajo. Cosas de la vida en toda época. Y de la mía de cuando en cuando.

No llamaba nadie, por supuesto, era un acto reflejo, relacionado con mis últimos cambios de identidad en los internetes. Al final encontré un correo que me gustaba más que anticuario, y pese a estar muerto y enterrado no podía dejar de joderle abandonar el protagonismo que siempre ha tenido. Me hubiera gustado darle un vinico, y como lo tenía se lo di. Dejé el ordenador y me senté conmigo mismo en el salón, encendí la tele y le quité el volumen. En silencio mucho mejor. Un acto reflejo puede tener una ingente cantidad de sed, pese a serlo. Llevo tanto tiempo en medio de esta despedida que no tengo muy claro cómo hacerla efectiva de una vez por todas. Pero es lo que tienen las despedidas que no se quieren del todo: que tardan. Pero tampoco se quieren evitar, así que tarde o temprano suceden. A eso vamos.

Ah… las despedidas…

Es mejor cuando tienes algo que hacer, porque entonces a la despedida le puedes asignar un tiempo: «tengo media hora para esto, disfruta el vino». El tipo me mira con el abandono de un condón en medio de la nada en el campo. Con esa cosa de «qué va a ser ahora de mí» que dificulta las cosas y las hace trabajosas. Con ese tipo de chantaje psicológico, no sé si lo explico bien. Abre un litro imaginario y le da un largo sorbo y me sigue mirando, como si pudiera resolver algo con eso. No tiene nada que decirme porque no tenemos ya nada que decirnos. Eso es todo. Es complicado de explicar pero eso es todo. Como no puedo hacer nada con él le cuento mis planes. Le digo que el finde estaré en Santander tocando con Surf & Sun. Asiente. Le digo que el finde siguiente estaré con Torroroso, que se acerca desde Barna para pasar un finde aquí en mitad de la nada. Asiente. Le digo que he vuelto a coger la guitarra y que parece que van saliendo cositas, que llevo casi 200 páginas de «El año que no follamos» y todavía no me parece que esté escribiendo una mala novela. Asiente. Le digo que tengo varios curretes en diseño web. Asiente. Le digo que empiezo mañana el Nanowrimo, y que aunque esta semana no voy a poder hacer mucho espero poder recuperarme la semana que viene. Asiente.

No tiene sentido hablar de nada, así que me callo.

Él se toma su cerveza, yo le pego duro al vino. Espero a que la media hora asignada se agote. Cuando llega el momento apaga el cigarro en un cenicero inexistente y me da un abrazo. Se lo devuelvo. Le acompaño a la puerta, que además permite que las cosas salgan de este multiverso personal. Me mira en el dintel, pero ni siquiera entonces tiene algo que decirme, y se da media vuelta hacia el ascensor. Al final le cojo y le abro el sofá-cama y le digo que se quedé ahí un tiempo, lo que necesite. Cierro la puerta, escribo esto y vuelvo a preparar las canciones del sábado.

Quién sabe. Llevo un tiempo viviendo, y hay cosas que se quedan como sacos adosados a mis costados. Nunca comprendo muy bien por qué no me deshago de ellas. Pero tampoco por qué debería hacerlo. Al final lo único que sigue sucediendo siempre es la vida. Eso no hay manera deseable de evitarlo. Lo demás es elección nuestra.

2 comentarios

  1. Me ha encantado. De los mejores tuyos que he leído últimamente. No sé si por el texto en sí o por el optimismo entre líneas.

    Un abrazo,

    Hare

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