Y heme aquí que, escuchando a Grapelli (propiciando el ambiente de una película de detectives de los cincuenta), observando los cientos de letras de canciones desperdigadas por todas partes, manchadas de fabada, de cera, de saliva, de cerveza, de ceniza (aunque al fin y al cabo no son más que hojas manchadas de tinta de bolígrafo bic), habiendo recuperado mi viejo zippo del olvido (al menos hace once años que está conmigo, todo un record, deben ser duros de pelotas, a mí nada me aguanta tanto), acompañado de la guitarra y de mis libros desperdigados por las estanterías, unos encima de otros, unos más en el suelo que otros, sin haber comido porque no tenía hambre, habiendo dormido porque tengo un sueño endémico producido seguramente por la angustia, mal laxante mental y mucho menos anímico.
¿700 libros?, muchos más, seguramente muchísimos más. Algo encomiable para mi economía y mi gusto por la cerveza y el tabaco. Es estúpido, pero me siento orgulloso de haber sido capaz de tenerlos, de haber tenido la franqueza de leerlos. No creo que suponga motivos intelectualoides, sino más bien riqueza en estado puro. Historias que están en mi cabeza, ensayos, fibrilaciones de algún modo, estados carenciales públicos.
Y heme aquí que con sólo cuatro días sin currar, sin disolverme agradablemente en el orden tranquilo y apacible de lo debido, presiento conclusiones que no me agradan. Contempla tu obra, estimado anticuario, esto lo has hecho tú. Todo esto es responsabilidad tuya. Más o menos subconscientemente, sabías dónde ibas, y ahí, precisamente ahí, has llegado. Lo que me trae a la cabeza una frase que no sé quién dijo: «ten cuidado con lo que le pides a los dioses, tienen la costumbre de ser complacientes».
El mito del perdedor (la mitología, más bien). Era esto. Era esto, estúpido y caro anticuario. Era esto lo que ansiabas. Cada lata de judías, cada litro de cerveza, cada rato de soledad, cada canción desportillada, cada verso roto que rumias y terminas escribiendo siempre, cada fiesta, cada charla con alguien que siempre viene a tu casa. El mito del perdedor subyuga porque siempre queremos ser diferentes, siempre queremos pensar diferente, siempre queremos diferenciarnos, vaya usted a saber por qué (y lo sabes, pero no quieres diluirlo en motivos puramente biológicos). El mito del perdedor subyuga porque es necesario pensar que tanto acuerdo en casi todo está equivocado, que las cosas no tienen una sola cara. Pero tú no querías integrar tu faz particular en la realidad poliédrica que no te apetece ver.
Me encanta Grapelli.
Marionetas jugando a disimular sus propios hilos.
Cojonudo. Apuntate un par de tantos tío. Lástima que a los demás nos educaran en el miedo a romper nuestros hilos. Supongo que eso es probablemente lo que mas enganche de tí a quienes te rodean, el hecho de ser uno de los pocos, que es capaz de escapar de este puto campo de concentración. Siempre es agradable comprobar que al menos, alguien cercano a uno lo consigue, eso si, desde dentro, sin correr el riesgo a perderse del que está fuera. Es lo que hay…
llevas un rollo muy budista