Eran tiempos duros.
Las señales de tráfico habían desaparecido y nadie tenía muy claro por dónde ir ni a qué velocidad. Pero no podíamos dejar de movernos, así que solíamos ir dando vueltas en círculos concentricos sobre el punto en el que empezamos. Desesperante a ratos, descorazonador el resto del tiempo. Las mujeres nos habían abandonado sin que nadie se diera cuenta, y las que se quedaron habían envejecido y tenían el calibre de hermanas, madres, amigas. El sol se había convertido en un estercolero didáctico que recogía los abrazos y los devolvía convenientemente enlatados mientras rumiaba las lecciones del día: sobrevivir, acampar, mantenerse en movimiento. No quedarse quieto, abandonar los compartimentos estancos, no dejar de rezar, pero no rezar a nadie en concreto. El calor es una estufa de butano y mantenemos el flujo arrinconando el gas sobre sí mismo hasta que no le queda más remedio que seguir el tubo, largarse lejos por él para arder.
Algunos aún tienen manos, y fertilizan el mundo.
Se desperezan despacio. Se tiznan con barro y murmuran cantos extraños de otras guerras que han desaparecido pero han dejado sus restos en forma de antiguos odios, perennes distancias de abrevadero. Se sienten diferentes. Saben sobrevivir, acampar, mantenerse en movimiento, y lo hacen por los demás. Todos nos levantamos y todos nos vamos al trabajo. Comemos, hablamos. Nos sentimos nerviosos pero no dejamos que nadie pueda observarlo. Aunque todos lo hacemos. Cuando cae la noche nos sentamos frente a la hoguera que repliega las sombras y mimetiza los ángulos. Siendo optimistas, lo estamos consiguiendo. Lo de sobrevivir acampando sin perder el movimiento. Pero no es fácil. Son tiempos duros.
Dejamos muy atrás los años en los que la vida era promesa que se abre y el viento sólo lo que te impide encenderte este cigarro. Entonces era fácil, extremadamente sencillo. Entonces sólo tenías que salir por la puerta para sentir el roce cálido de la vida tocándote la frente con su melodía triunfal. Ahora ya no hay señales. No está nada claro. No es nada tan luminoso y cada uno tiene que buscar la palabra en la que mecerse, la frase que constituye el sentido. Damos vueltas sobre el punto en el que nos perdimos por si alguien nos ve y nos recuerda: «eh, amigo, no te quedes atrás, es por aquí». Pero no hay nadie que, a estas alturas, sepa tanto. Y los que lo saben están completamente equivocados. Como salir de un tunel para comprobar que estás en otro aún más oscuro. Como cogerte con alguien de la mano para no estar tan solo para ser consciente al rato de que las dos manos son tuyas, y que poco consuelo te puedes ofrecer sin una segunda opinión disponible. Y como si la segunda opinión, si la consigues, fuera tan borrosa y confusa como la tuya, tan desdibujada y desordenada como la tuya, tan insatisfactoria y fría como la tuya.
Porque eh, amigo, son tiempos duros. Y en los tiempos duros uno deja de intentar aprender a calentarse, a esquivar el frío. Uno ya sólo intenta aprender a vivir con ello, hacerlo más llevadero. Ya sabes, sobrevivir, acampar, mantenerse en movimiento. No quedarse quieto, abandonar los compartimentos estancos, no dejar de rezar, pero no rezar a nadie en concreto. Levantarse por la mañana y hacerte brotar unas manos, tiznarte de barro. Aprender que el frío es una cuestión de grado, y que sólo olvidando el calor que fue podrás comprender el que es ahora. Y es una cuestión de grado, y sólo sientes frío porque estás viviendo con el recuerdo del calor que fue y ya no es. Ya no sé si el sol es un estercolero o una estufa de butano. Y no importa, porque no se deben acumular demasiados recuerdos de esto, porque en algún otro momento habrá que volver a arrinconar el gas hasta que no le quede más remedio que largarse lejos para arder.
Y reservar una piedra de sal en el estómago, una lágrima en el ojo y un corazón en el pecho que pueda latir mañana.
Porque hay tiempos peores.