Uno.
Hace una mañana fría de febrero. De ese frío que llama a tus huesos por su nombre, y sin contemplaciones encuentra los agujeros donde meterse para generar esa espeluznante sensación de hielo irradiando de dentro a fuera. Estoy a punto de coger el aerotrén y no llega. No llega porque aún le quedan cinco minutos, y aunque lo sé no dejo de mirar a mi izquierda esperando ver el morro, u oír el ligero zumbido eléctrico de sus motores cortando levemente el silencio del andén.
Me he levantado temprano, antes de que sonara el despertador, y he abierto las cortinas para ver cómo pintaba el día antes de meterme en la ducha y secarme con el trans, embarcado después en la rutina de las tostadas y la taza de té humeante mientras leía los periódicos de la mañana. Los periódicos, en cierto sentido, se han vuelto un poco aburridos con el tiempo. Lo que no sé es si ha sido con mi tiempo o con el tiempo en general.
El espejo me devuelve una imagen deformada de la fotografía mental que guardo de mí. Tengo setenta años, y se empieza a notar. Me he hecho una coleta de pelo blanco grisaceo, he contado los botes de gel del estante y le he dedicado unos minutos a Tobs, mi IA mascota cuyo software está arrasando ahora mismo. Me he aburrido enseguida. Se supone que estos engendros evolucionan con su dueño, y espero que esto sea falso o que el mío tenga algún defecto de programación, porque se ha convertido en un verdadero psicópata. Como Cato en La Pantera Rosa, siempre está maquinando sutiles formas de acabar con mi vida de forma virtual, inesperada y rápida. En cierto modo me da pena que nunca consiga nada. En cierto modo.
Al salir a la calle el aire me ha destrozado la garganta en jirones de carne tumefacta. Me he sentado en un banco para aclimatarme y paulatinamente mi recelosa traquea me ha devuelto mi normal respiración entrecortada y asmática, que siempre es bienvenida. Las calles estaban vacías excepto por los robots de limpieza que deambulaban recogiendo el kippel del día anterior, y es curioso ver calles vacías porque me hacen pensar en un mundo vacío, como si de algún modo fuera el último superviviente del planeta esperando morir para acabar con todo y temiendo morir por dejar a la humanidad tan desolada. Tan de recuerdo.
Claro que no es así, la gente está simplemente durmiendo. O duchándose, o delante del ordenador escrutando las cosas.
He tomado el ascensor para llegar al andén cinco minutos antes de la hora y he echado de menos los edificios que enrutan el aire y lo conducen a veces por caminos que no me encuentran a mí en su tránsito. Esos cinco minutos vacíos me han hecho recordar por qué estoy donde estoy y a donde voy, y eso me ha llevado a la Demonología. Inevitablemente.
Dos.
En cierto modo debía haber sido previsible. En cierto modo fue una suerte que nadie fuera capaz de preverlo, ni los más sesudos, encorbatados y neuróticos analistas económicos. Fue una suerte porque cuando alguien puso cierta aplastante intención en detenerlo, ya era demasiado tarde, se había traspasado el punto inercial de no retorno, sólo se podía dejar que las cosas siguieran su curso. Y bien que lo hicieron. Y ya no le pidieron permiso a nadie.
La gente terminó dándose cuenta de que las empresas, en realidad, no estaban aportando nada que no hubiera ya en el mundo y, sin embargo, se estaban quedando con prácticamente todo. Se dieron cuenta de que los sueldos les permitían vivir únicamente porque los mismos que les daban trabajo le ponían precio a las cosas, y sobre todo se dieron cuenta de que sin empresas y sin precios el resultado era el mismo para casi todos y radicalmente diferente para la minoría que estaba en la cima de la estafa piramidal del trabajo. Era una élite muy pequeña para imponer su opinión sin las argollas del dinero de por medio.
Y empezaron las revueltas.
Y todo el mundo dejó de pagar todo. Hipotecas, plazos, todo. No fue paulatino, fué casi instantaneo. En medio año el mundo entero estaba devolviendo todos los sus recibos. Y se desató la crisis.
Pero entonces la globalización se zampó a sus hijos como buen Crono y dió a luz a Zeus: la nueva globalización. Las empresas pasaron a ser patrimonio de la humanidad, o de todos, o algo parecido. Se instauró la renta básica, abocada al fracaso porque no puedes dar dinero si no lo recibes. Se agotaron las reservas. Se detuvo la renta básica porque era más de lo mismo: dinero. Y no hubo más.
En esos meses todo andaba raro, pero andaba. La gente empezó a acostumbrarse a comprar sin pagar nada. La gente empezó a acostumbrarse a trabajar sólo por hacer algo. No todos, claro, muchos no hicieron nada excepto besar sus hijos, tomar café, hacer deporte, hacer el amor con su pareja.
La utopía tomaba forma sólo porque nadie esperaba que durara. Todo el mundo pensó que era sólo un descanso en el ciclo normal de las cosas.
Pero no pasó. Se quedó.
Y la gente volvió a sus trabajos o a otros y empezó disfrutar de la actividad. Dejaron todos de trabajar y empezaron a hacer cosas.
Tres.
La pregunta era: ¿por qué vuelven? Era sencilla y nadie se complicó, la gente vuelve porque se aburre y porque al ser humano le gusta estar activo.
Pero en ese lapso sucedieron cosas, cuando dejas de contar con mano de obra barata y eres un ingeniero que no tiene las manos atadas la automatización empieza a ser tremendamente interesante. Se convierte en un problema a resolver: tenemos que producir esto para que la gente viva, y la gente no trabaja en ello. La respuesta es que las cosas se hagan solas.
La gente se planteaba qué era lo que quería en la vida y la respuesta siempre decía: lo que no has tenido hasta ahora. Eso no dura, pero es algo. De algún modo todos contribuyeron para que ninguno de sus vecinos tuviera problemas, estableciendo redes locales que resolvían. De algún modo todo se sostuvo.
Funcionó.
La humanidad entera estaba tan sorprendida que una especie de euforia sostenida reverberó por todas partes. La euforía se mantuvo hasta que los robots se hicieron cargo de las necesidades básicas. Ahí, en cierto modo, se detuvo. La euforía seguía en aquellos que tenían el recuerdo de los viejos tiempos y en los que no a partes iguales. Pero no en todos.
Cuatro.
Uno no controla a sus demonios. Los demonios te cogen por la espina dorsal y te atenazan. A veces mis pacientes se sorprenden cuando les digo que los demonios no son duros en las grandes ocasiones, pero es verdad. Lo más complicado es convivir con tu demonio en las pequeñas cosas del día a día. Lo más difícil es pedirle a tu demonio que te pase la leche, que se quede sentado, que haga la cama.
Cuando todo pasó y los robots se encargaron de lo sucio, de la labor y del trabajo, mucha gente empezó a volverse loca. Yo mismo hice un estudio en el que demostraba que el problema era el tránsito: no puedes pasar de una sociedad ocupada a una desocupada (en obligaciones) sin generar conflictos, sin que las personas reaccionen con una sensación de vacío. Teníamos que hacer una función de conductores del tránsito, revelándole nuestros pacientes que el hecho de no tener que ser productivos les facilitaba el poder ser productivos como quisieran.
Y funcionó… en gran medida.
Cinco.
El tren llega, con su zumbido y su morro. Espero pacientemente en el andén marcado con luces de entrada y las puertas me detectan y se abren. Dentro hace calor, un confortable calor que agradecen mis manos entumecidas aun dentro de los guantes. El roboasiento me recoge con cuidado y mi ordenador personal se conecta con el tren para informarme de los tiempos de destino, que son los habituales. En la compuerta B del reposabrazos escojo té y un vaso caliente sale del vano.
Y miro por la ventana.
Hubo un porcentaje de la población que jamás ha sabido reaccionar.
Sólo un porcentaje.
Cuando los demonios atenazan, es mejor quedarse quieto. Pero no es muy factible. Nadie puede quedarse quieto cuando te están aferrando la boca del estómago y todo te pide huír. Escapar. Salir lejos. Ir al primer bar y emborracharte con cualquiera que comparta barra y destrozarte entero en ello. Reventarte. Follar hasta hacerte daño con alguien al que ya le estás haciendo daño mientras te lo hace a ti mismo. Correr. Herirte. Herirte porque el vacío que son tus propios demonios hacen aún más daño si te quedas quieto.
Uno no puede sobrevivir a sus demonios: los demonios siempre viven más que tú. Puedes aprender a vivir con ellos, pedirles el pan tostado en el desayuno, que te pasen el gel en la ducha, pero siempre van a estar ahí.
Y el vacío es aún más gelido que esta mañana de sábado de febrero, ese vacío tiene ojos que no dejan de mirarte mientras te desvaneces en cualquier sustancia que te permita evadirte lo justo para escapar del momento. Ellos son los amos y tú eres una marioneta llena de hilos y llena de miedos y llena de ganas de escapar y correr y huír a alguna parte donde no estén ellos. Pero siempre están. Te ven llegar con una sonrisa en los labios. Te preguntan si el viaje ha ido bien. Y de nuevo el frío.
El terrible frío implosionando de dentro a fuera.
La Demonología es el estudio del vacío, de ese tipo de frío. De los demonios de cada uno cuando llegan a ese nivel.
Mis propios demonios me han enseñado mucho sobre este cero absoluto.
(El cero absoluto es el lugar en el que ninguna partícula tiene la suficiente energía para moverse, un lugar de máxima entropía, y del que seguro apetece huír antes de llegar).
Mis demonios son los que destrozan mi vida. Los que le quitan el sentido a todo. Los que me mueven, por supuesto, y los que hacen que cualquier movimiento carezca de sentido.
Pero estoy en este tren camino de la clínica de reconstrucción génica. Me van a dar algo parecido a la vida eterna, accidentes y suicidio aparte.
Todos los defectos debidos a la radiación o al envejecimiento van a ser subsanados. Volveré a tener la construcción original durante un tiempo.
Y todos mis demonios, los que me impelen a no estarme quieto y a destrozarme a mí mismo, van en este tren conmigo.
Nadie sobrevive a sus demonios.
Es un hecho. Puedes pedirles que no hagan mucho ruído, y ellos harán lo que les de la gana. Están ahí para eso. No sé en qué punto de mi evolución cultural se presentaron, pero lo hicieron para siempre.
Y aún así, escojo esto. Vivir para siempre.
Cuando el tren se detiene me pongo los guantes de nuevo y salgo por la puerta.
La vida eterna. Me coloco el gorro sabiendo que ellos están esperando dentro. Con su mejor sonrisa.
El sol aparece tímidamente entre dos nubes y mi piel se activa brevemente y me dice que siempre hay una palabra mejor que el silencio.
Y sólo entonces entro.