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escribir y beber hasta hacer agujero

Puedes empezar por cualquier parte. Seguro que en tu vida se han dado situaciones en las que el único camino posible fue huir hacia delante, o lo que es lo mismo, huir con la sensación de avanzar en la vida aunque fuera mentira y siempre y sólo una pútrida mentira de agua caliente para pasar menos frío. Huir como camino, como esperanza, huir como señal de que tu corazón sigue latiendo y mantiene el ritmo diastólico-sistólico de un paso y otro hacia alguna parte. Far away.

Seguro que sí. Que se ha dado. No serías tú si no fuera así. Es humano. Tan humano como un beso, tan humano como un pedo.

A veces no hay camino. A veces el camino se ha borrado. A veces ni siquiera tienes tus huellas detrás para darle la vuelta a tus pasos. Para volver a casa, que es ese estado que recuerdas aunque nunca viviste.

No me jodas que nunca te ha pasado, porque no me lo creo. Que nunca te has encontrado en medio de ninguna parte sin ni puta idea de dónde ir ahora. Quizá tuvieras a una tipa al lado, absolutamente inconsciente de lo que estaba pasando. Tú estabas huyendo a cualquier parte donde hubiera un vaso con una parte de alcóhol y un excipiente de agua y ella te decía «he quedado con mis padres» o alguna sordidez semejante. Perdiste la consciencia con ella reventándote duro con la cerveza hasta desaparecer: que es el estado único en el que te encuentras agusto hasta que despiertas con EL MUNDO ENTERO a tu lado. Y follas porque es lo que se debe y lo que debes hacer para no preocupar a nadie y, al mismo tiempo, acallar a ese MUNDO ENTERO. Porque tú ya estás bastante preocupado como para que venga alguien a llorarte al oído. No… dejemos las cosas en calma, en toda la calma que pueden llegar a tener.

Y te levantas resacoso como ninguno y te arrastras al baño mientras eso duerme -tiernamente- a tu lado. Y te enfrentas con el tipo que te está esperando al otro lado del espejo con todos los sueños que se te han ido rompiendo paulatinamente a lo largo de los años y no puedes soportar su mirada; así que sí, te cortas al afeitarte porque no eres capaz de prestarle atención a tu cara, a esa cara que sería tan otra cosa si no tuviera ojos esos ojos que te miran desde el cristal de enfrente y te transen y te dibujan en un punto tan imposible detrás de tu cabeza que no puedes dejar de sentirte vacío, roto, olvidado, fuera de lugar, romo.

Y eso no es nada. Porque eso nunca puede ser algo.

Después es peor.

Mientras tuestas el pan y repartes mantequilla y pones el café en la cafetera. Y no comprendes en absoluto que cafetera y tostadora sean algo en lo que debas estar enfrascado en este preciso momento. Mientras colocas un mantel en la bandeja, unas fresas que compraste ayer, el zumo de naranja y la servilleta ridícula y estúpida de papel. Todo ello por hacer un favor. Porque para otra persona es importante. Azúcar. Y vuelves a la cama con la sensación de estar haciendo lo correcto y unas ganas imposibles de romper a llorar y destrozarte entero en ello. La vida apesta porque no tiene significado alguno, y no consigue tenerlo en este tuyyo que te traes entre manos muy a tu pesar. Porque alguna vez amé, pero no fue hoy.

Y sí, lo reconozco, el amor fue en su día la única salvación que alguna vez he llegado a entender. Lo único bueno del mundo, lo único perfecto. Todo lo demás no son más que llantos sublimados: la literatura, la filosofía, la música, el arte en general: silencios amplificados: es complicado no oir todo el ruido que supone darles volumen. Es imposible no ver la trama detrás.

Te acercas a la cama con lágrimas en los ojos y ella es feliz porque piensa que el momento te emociona. Y no entiende que sólo podías emocionarte antes, cuando todo era más nuevo, más sencillo, más puro, cuando tú ignorabas mucho más. Ahora estás simplemente triste. Ni feliz en la tristeza ni pollas, sólo triste.

Porque nada significa tanto. Ni volverá a hacerlo nunca.

Pero has borrado tus pasos, no sabes cómo volver atrás, como volver a casa, a esa casa que intuyes pero ya no recuerdas.

Es curioso como todos los mecanismos evolutivos se desatan para dar lugar a tu huída hacia delante. Ese tipo de huída. Cómo le tiendes un panecillo tostado y untado en mantequilla e intentas recuperar la cordura en forma de tu mano en su cadera y una mirada profunda que

hace tiempo que ya no significa mucho más que nada,

mucho antes de ella, después de ella también.

Y entonces es cuando se va.

Y vas al chino.

Y pillas unas cervezas.

Y abres el editor de texto.

Y escribes algo con la sensación de que todo lo que existe se subordina de algún modo a ese estado epifánico en el que te conviertes en diez dedos sobre un teclado.

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