El fin de semana resfriado, dormitando, sufriendo Castle con una especie de curiosidad morbosa: algo tan malo no puede ser real: algo tan malo no puede superarse a sí mismo otra vez. Pero lo hace. Constantemente.
Los guiones americanos pueden ser tremendamente buenos (The Wire, por ejemplo) o absurdamente infantiles. El centro de Castle es esa relación tipo Mulder-Scully estúpida entre ambos protagonistas, a través de un sinfín de sucesos y acontecimientos absurdamente infantiles. Verbigracia: aparece una ex de él y ella se cabrea, aparece un ex de ella y él intenta crujirle el lomo como el buen macho alfa lobotomizado que es.
Me da pena por el papelón de él en Firefly. Por poco más. A duras penas consigue acompañar el resfriado y mecer las horas. No. No merece la pena. Los casos no revierten ninguna revelación, el resto de las relaciones entre personajes son esporádicas, fluctuantes y sin mucho sentido. La relación de Castle con su hija quizá repunta en ciertos momentos, pero lo hace justo para bajar después al infierno de «yo he sido un cabrón y sé lo que puedes hacer ahí fuera, así que no te dejo salir de casa». Preciosa lección. Hermosa justificación del cinturón de castidad.
Un lugar común en el que se dan cita todos los tópicos.
Basura.
Narcotizante.
Idiotizador.
Te hace desear entrar en contacto con algo que te cubra más allá de los tobillos. No todo iba a ser malo.