En parte por curro y en otra por eludir un conflicto no voy a ir a la boda de dos soles de personas este sábado. Curiosa mi reacción con las bodas. Las detesto. A muerte. No me lo paso bien. Los trajes nunca son cómodos. La comida siempre es la misma. La bebida siempre entra demasiado rápido. Y como ritual es bastante estúpido, rígido y petardo. Casposo.
Pero ver a dos personas prometiendo supuestamente lo que prometen me hace sacar la mejor Candy-Candy de mí mismo. Verles comprometiéndose hasta ese punto me hace sonarme el moquete. Verles sonriendo felices me hace ir al baño a mojarme la cara con agua fría.
Me hubiera gustado ir a esa boda. Ver eso de nuevo con dos personas tan estupendas. Dos de ese tipo de gente que se lo merece, que se merece ser feliz. El otro tipo de gente merece que siempre haya una ventana abierta con un corredor de fondo dispuesto a empujarle, desde un primero, por supuesto. Sin daños pero con escozores.
En fin, que eso es lo que hay. Las bodas son detestables, pero el acto de casarse me sigue pareciendo algo increíble y sumamente improbable. Aunque se dé. Algo hermoso. Algo que sube por encima de los «que se besen los novios» de los payasos para mirarlo todo desde arriba con un aura rara.
No podrá ser, y me tomaré las cervezas aquí. Por supuesto a su salud, a la de su felicidad y a la de la belleza del gesto que hacen, lo comprendan así o no.