Bajo sus rodillas no había nada. O casi nada.
Un lugar donde no pedir perdón.
Sol y luna. Un lugar donde no estar más que cuando apetece estar.
Tiempo que fluye, cerveza en el gaznate.
Un corazón de ceniza, pies ligeros.
Una voz que es la tuya y es la mía y se dice «te quiero» como si tal cosa.
Como si fuera tan fácil.
Como si mereciera la pena.
Como si aún se pudiera.
Un lugar bajo las rodillas donde estar. Coges el vaso, te haces un té. Yo pido audiencia.
Nos abrazamos.
Después vendrán a decir. A decir qué.
Y ya será tarde.
Ya estará todo hecho.
No preguntes más.
Sigue viviendo.
(Dumba etna, dije entonces, odio las manos amigas que hieren manos sólo por no sentirse heridas).
//Lo que quiero decir es que llegaste y tus manos brillaban de rabia y sentabas el odio contigo a tu lado, en tu regazo. Y ese odio salpicaba a todo el que estaba cerca y a ti no parecía importarte. Y a mí me importaba aún menos porque a mi-la-do (palabras rotas, viejos silencios, cae la luna en el agujero donde escondo mi paz), a mi-la-do tengo un campo de fuerza y el odio no me atañe. Pero, qué coño, ¿por qué golpear a todo el mundo con un dolor tan insensible?, ¿por qué mucho menos a los que no entienden? El odio era todo para mí, y yo no podía verlo. ¿Por qué entonces seguir alimentándolo con las copas que nunca dejaban de poner, con las miradas que revolvían el aire hasta hacerlo irrespirable?
¿Por qué?
Ya paso todo.
Vida. Amor. Vida.
Ya paso todo.
Suelta eso.
Ya no. Ahora ya no.
Te lo expliqué mientras bailábamos.
Y pareció funcionar.
Pero nada funciona. Más que seguir viviendo.
Suelta eso.
A eso nos dedicaremos.
De eso hablamos.