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pájaros sin patas, coños sin pelo

Nadie puede salvarte. Es un hecho.

Nadie puede salvarte porque, simplemente, nadie tiene ese alicate en la bolsa.

Días de esos en los que le quieres arrancar las patas a todos los pajaritos. Para que no dejen jamás de volar, y para intentar hacer algo de poesía de eso. Intentar hacer algo de poesía, en cualquier caso.

Días en los que quieres coger a las niñas que enseñan dulces y pezones y caracolas de colores ensortijadas en el pelo y decirles que acabarán acabadas silenciadas por la hipoteca y una relación mediana tíbia casi fría y una vida reseca reseca reseca vida reseca de adulto adocenado en el curro y la tele y poner lavadoras los domingos como único único único momento estulto de soledad y comprensión.

Pero coges tus cervezas y te metes en casa.

Te metes en casa como único lugar posible, a seguir currando.

El sol te echa de menos, te lo han dicho. Tú respondes que ves al puto sol cuando vas al chino a por litros.

Le respondes al sol que sólo tiene que atravesar la puta puerta para verte. Si le da la gana, claro.

Y te llaman para-ver-qué-tal (y nunca es sólo eso).

No, hoy no vamos a tomar unas coca-colas con bravas para charlar de lo que se te pasa por la cabeza. Hoy no me importas.

No me importas nunca.

Pero el fin de semana jugaré a que sí y te escucharé sólo para poder follarte después. Después cuando los litros vacíos y «cómo me gustas» y tus bragas en los tobillos como bandera, profesión, declaración de intenciones y localización vital extensa. Cuando me lave las manos en el lavabo, cuando coja la toalla mientras meas y te toree porque te hace gracia y entonces vuelvas y volvamos de nuevo a la cama y nos confundamos y nos mareemos y tomemos más cerveza y todo enmarcado en el cuadro informe de mis sábanas sucias y llenas de ti y de mí y vacías de todo lo demás.

Vacías de todo lo demás.

Joder, ese es el momento en el que existes en esta cabeza.

¿No te parece suficiente?

Otras estuvieron antes, otras vendrán después. Y sin nada que añadir debo añadir que los posos que dejaron no han construido mundos más felices.

Más bien debo decir que dejaron bombas-lapa que no hacen más que dar por culo. Mi vida es un puto agujero en el que no sobra el amor, pero tampoco falta. Mi vida es un lugar que sería mucho más tranquilo si no tuviera marcas en el parquet de cada zapato que pasó por mi salón. De cada pelo de coño que adornó mi dormitorio. Los pelos de coño en las sábanas son algo curioso cuando andas en plena adolescencia.

Después, depende.

A mí, hoy por hoy, me dejan frío. A mí, hoy por hoy, me gustaría que me dejaran más frío. Congelado. Criogenizado. Los pájaros sin patas volarían siempre. Los coños sin pelos no dejarían ese cierto regusto a podredumbre. Los pies sin zapatos no dejarían marcas en el parquet. Las niñas que no crecen, nunca jamás se resecan en una vida que no las merece y las destroza. Las holas y los adioses no serían jamás más que eso. Las tetas siempre tendrían los pezones erizados (yyyyyyy y, y, y, joder el momento de nos vemos luego, tengo prisa, tío, te echo de menos, a ver si encontramos un momento, tengo un montón de cosas que decirte, joder, qué gusto verte, y y y y y y mantas, mantas que no cubren, que no tapan, que no calientan con todo este puto frío que reinante reina).

Un pedacito de cielo cuando el viernes te vea entrar por la puerta.

Mientras tanto, menos que nada.

Yo he puesto el tablero, he dispuesto las fichas.

Joder. No te puedo dar más pistas.

Es un puto juego.

Dejé mis palabras sobre la mesa cuando supe que venías. Tú las usaste para hacer fuego. Las frotaste lentamente hasta que saltó la chispa. Artesanía del cariño.

Entonces se hizo la luz. Se dispararon los fotones.

Duró un segundo. Y ese segundo duró para siempre.

Pero sólo duró un miserable segundo.

Después, nada. Menos que nada.

Como si nada hubiera sucedido.

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