Hay días en que el regreso a la vida es penoso y angustioso. Abandonas el reino de los sueños contra tu voluntad. Nada ha ocurrido, excepto la comprensión de que la realidad más profunda y auténtica pertenece al mundo de lo inconsciente.
Henry Miller. Sexus.
Despierto con la sensación de que algo ha cambiado ya. No lo tengo muy claro. No es fácil. Quizá todo viene por haber estado tirando casi 300 fotos en el ensayo de Listea. Quizá porque ellos estaban en ese reino de los sueños al tocar y yo lo estaba con mi cámara. Mi cabeza hoy se siente diferente, y me recuerda a algo parecido a lo que yo llamaba, tonto, pedante e idiota que era, «mis menstruaciones». Cada cierto tiempo, de cuando en cuando, mi cabeza se iba a otra parte y me tiraba un mes entero comiendo, durmiendo y escribiendo, con ella, gracias a ella, gracias a esos nuevos ojos que se habían abierto porque habían querido. Sin más. Sobre todo escribía poesía, porque sobre todo era casi lo único que escribía entonces. Algún relato. Pocos. Malos. Como los de ahora. El año que estuve en Pedagogía no siempre fui a clase. Algunos días me quedaba en una cafetería al lado de la parada del autobús, con una pluma de las que coleccionaba entonces y un cuaderno. Pedía un café, encendía un cigarro, y escribía.
No sé lo que escribía. Poco recuerdo. Pero no siento que fuera algo especialmente bueno. Simplemente escribía sobre todo lo que había visto, sentido y vivido. El hecho de estar escribiendo era suficiente. No hacía falta más. Sólo el salir de lo cotidiano para entrar en esa realidad más profunda que sólo existe en lo que no existe. Que sólo existe en su imposibilidad. Ese estado en el que realmente soy productivo, haciendo lo que me hace funcionar, lo que me engancha, lo que me hace respirar más que los pulmones (por eso es imposible, porque, como es obvio, realmente no hay otra cosa que me haga respirar más que mis pulmones).
Estábamos en una terracita tomando unas cervecitas con el nuevo del grupo, Guille, que como todavía no tiene ni medio año de edad no toma nada y se queda tranquilamente en su sillita. Zentu me comenta que se va a ensayar, le obligo a que espere a que termine mi cerveza y voy con él. Montamos en el coche, echamos una charlita. Al local se accede atravesando unas vías y andando un camino corto entre casas bajas. En una de ellas nos abren la puerta y me llega el sonido de las canciones que ya conozco. Como no tienen cerveza voy a comprar algunas y cuando vuelvo empiezo a tirar fotos. Me tiro así todo el ensayo. Cuando termina hablan sobre el orden de las canciones, yo miro.
Miro ese espectáculo en el que esa gente está realmente aportando algo al mundo y, sobre todo, a sí mismos. No cuando conducen un toro llevando palets. No cuando revisan números. No cuando paran para comer y se calientan el tupper en el microondas. Sus caras entran y salen de la realidad, y soy consciente. Las veo aparecer y desaparecer, como un holograma defectuoso. Y ese estado se ve limitado a una tarde a la semana, por falta de tiempo.
Eso sucede en general.
No por eso deja de ser triste. No por eso deja de ser un constante y tremendo desperdicio.
Es terrible que la vida permita sólo pequeños momentos de existencia.
Hay algo tremendamente equivocado en todo esto. Hay algo tremendamente erróneo.
Pero lo bueno es que aunque breves siguen existiendo. Yo les vi y me vi allí. Tengo fotos que lo cuentan. Lo bueno es que el sobre duro tiene solapa, y se puede abrir desde ahí. El tema es prestarle atención. Puedo entrar y salir. Aunque cueste entrar. Estar en el lugar que paga la casa, la carne, el ajo y el pescado. Que me compra el aire que respiro. Conseguir salir después, llevar la cabeza de nuevo a ese mundo que no existe, que no es tan real como la tienda donde compro o el lugar donde aparco el coche. Que no es tan directamente accesible. Al menos no hoy por hoy. Es una pequeña rebelión, un gritito, un diminuto puño desafiante al aire.
Hay días que eso me parece una mierda.
Pero, incluso en esos días, es algo.
Limpio el sensor de la cámara, enciendo el ordenador, traigo la guitarra al salón.
Es viernes, un pequeño remanso. El fin de semana da la continuidad. Si consigues excentrar tu cabeza en viernes tienes mucho ganado, mucho más por ganar.
Cierro los ojos. Respiro.
Enciendo un cigarro. Me sirvo un vino.