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el teatro del adiós, parte 1 (centros comerciales)

Anoche llegué tarde del tanatorio y me dormí inmediatamente. Puro agotamiento de los dos últimos días frenéticos de familia, frases hechas y sentimientos a flor de piel a partes iguales. Esta mañana me levanté a las siete, comprobé en la ducha que todo el mundo estaba en su sitio (el teléfono en la ducha es una costumbre estúpida que ya me ha costado algún que otro terminal, pero que no puedo evitar porque confiere una extraña sensación de aprovechamiento el tiempo, o al menos a mí me la da; al mismo tiempo me relaja cuando estoy nervioso) y salí fuera. El cielo tenía un costrón de suciedad, día gris. Chispea. Me han encerrado el coche porque ayer aparqué… de buena manera. Meto la rueda trasera en la acera y encuentro el sitio para salir. Recojo a mi madre. Recojo a mi hermana. Recojo a mi otra hermana. Y volvemos.

El cielo costroso deja paso al techo aséptico del tanatorio, que parece un hotel de lujo o un gran centro comercial. Cada vez todo es más de lo mismo, cuesta más reconocerse a uno mismo en medio de alguna parte. Cristaleras, mucha luz, butacones blancos, mesas de madera clara, lámparas sobre ellas. Todo es luz, luminosidad. Como si pudiera hacerse una tortilla con el escaparate dentro de cada una de las salas, donde un cuerpo se expone refrigerado. Un cuerpo en cada una, un drama en cada una. Múltiples dramas particulares y subjetivos en cada una de ellas en concreto. Costumbre horrible exponer el cuerpo a través de un cristal: o el muerto está presente o no lo está. Ese estar a medias es tan ajeno que parece el cartel de una película, un televisor de 200 pulgadas para el recuerdo. Hoy no puedo mirar. Ayer sí miré, pero creo que lo hice sólo porque antes estuve en la habitación en la que mi abuela murió, con ella recién ida. Recién ausente. Recién despojada de lo que le quedaba de mente. La miré y parecía tranquila, plácida. Sólo el color de su piel dejaba ver que ya no estaba. Que se acababa de marchar. Ayer miré porque no me iba a creer nada, porque yo ya la había visto muerta, había estado a su lado en la cama. No pude tocarla. Hoy no he mirado el escaparate porque no me daba la gana. Me he ido a desayunar con mis tíos. «Las porras están buenísimas», pues un descafeinado y dos porras, por favor. Ignacio me dice que debería tomar sólo una. «Sólo una, Miguel, sólo una». Me como las dos. Hablo de tonterías con todos. Hablo como hablan todos: de estupideces. No es momento para hablar de otra cosa. Estamos enmascarando el olor. Estamos levantando una cortina de humo de normalidad. No se puede luchar con lo ineluctable. No se puede. Así que, los mortales, nos ponemos a hablar de tonterías para hacer como si la vida siguiera sin más. De hecho, lo va a hacer queramos o no. Si siguió después de la muerte de mi padre, cosa que creí imposible, seguirá siempre.

Los cadáveres no dejan de ser desperdicios que se entierran. Y el occidente cristiano ha mantenido durante mucho tiempo que lo que se imaginaba era el olor a cadáver y el olor a mierda en un temor semejante al que sentía por sus efectos mórbidos: la historia de la percepción olfativa, como la de la distancia a la cual se deseaba mantenerlos, son paralelas.

Dominique Laporte. Historia de la Mierda.

Después del desayuno despedida rápida a la ausente y coche al pueblo, corriendo. Llegábamos tarde porque los coches fúnebres corren muchísimo y yo no. No me imagino a ese coche teniendo un accidente. No me lo quiero imaginar. No por mi abuela, ojo, no me imagino a ningún coche fúnebre teniendo un accidente, aunque supongo que los tienen.

¿Por qué corren tanto? Porque les sale más barato terminar pronto para llevar a otro muerto a su sitio que lo que les cobran en multas. Curiosa forma de mezclar muertos y rentabilidad, aunque no la única. Así que los allegados vamos pegándole al acelerador para estar a tiempo. Hay pequeñas grietas en el cristal, puntos salidos en la costura que rompen la seriedad del asunto, que de serio tiene un rato. Cosas que no encajan.

Disgresión sobre esto: a la hora de la comida, el restaurante del tanatorio estaba lleno. No era de familiares de clientes, sino de los ejecutivos de las empresas de alrededor. Resulta que en el tanatorio se come bien, y la gente va. De esto surgen como flores un millón de cosas curiosas: 1. el contraste entre la seriedad de los familiares y la jovialidad de los trabajadores. Los familiares se ofenden. La gente que les rodea está muy feliz y ellos no están para esas cosas. 2. Gente que puede contar que ellos comen cada día en un tanatorio, con normalidad, a sus amigos. 3. El aura de respeto al cliente del tanatorio entero se va desmontando en cosas como ésta. Ese aura de seriedad no se mantiene: los trabajadores del tanatorio están trabajando, así que hacen bromas entre ellos, ríen.

La muerte no debe ser un asunto teatral. No debe ser algo tan regio. Y como no lo es, en todos estos detalles se desmonta el mito. Pero el mito sigue existiendo, como las bodas en las que nadie cree pero a las que todo el mundo va. Se mira a otro lado y se sigue creyendo. Mientras tanto, filas de muertos en sus escaparates esperan que les saquen de allí y les entierren de una vez, y que les dején tranquilos y no les jodan más, que ya tienen bastante con lo suyo.

> [parte 2]

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