En la terraza.
Estabamos en la terraza,
injustamente empapada
por el casi imperceptible hecho
de que llovíamos a
cántaros.
Tú dirás que estábamos enfadados,
que debíamos indagar en
puntos oscuros que nos
corroían para anegarlos de
luz fuerte y clara,
pero yo sé que la respuesta es
otra, o no lo sé, pero me lo creo.
El velo inmarcesible
de la tarde pintaba
de verde el suelo.
Verdaderamente eres
espectacularmente indolente,
con toda tu afectación y por
ella, con todo tu dolor
inútil y por él mismo.
En los corazones teníamos
un espectro amarillo que nos
iba gritando las palabras que
debían salir a tomar aire fresco,
y a
herirnos
los costados sangrantes,
los rostros compulsivos,
las manos crispadas,
los cigarros extintos,
las soledades hablando
cada una desde su muralla,
desde su esfuerzo infinito
para no sentir
un sonrisa catárquica escurriéndose
laringe, o faringe, o
¡yo qué sé!,
camino arriba hacia la boca.
Todo estaba ya preparado.
El escenario.
Las coordenadas.
El ritual.
El contenido éramos
nosotros mismos.
Y el objetivo…
Alzaste un segundo
tu vaso, sonreíste al hielo
que flotaba veraniego
sobre la naranja
que tomabas.
Naranja…
(Guiños crueles
del desatino).
Tus labios parecían
valles cárdenos del
crepúsculo,
piel sutilísima
sobre carne endurecida,
una fina película de epidermis
cubriendo la roca pétrea
de tus músculos.
Tu pelo ondulaba
expectante cubriendo por
pudor tus senos.
La tensión se acumuló
en tus mejillas…
en forma de…
y yo realicé una punción
desesperada,
que no sirvió de nada…
Y me equivoqué,
no fue suficiente.
Los torrentes que se
desencadenaron
hicieron presa en nuestros
andamios y fueron,
sin prisa,
cansina y vorazmente,
trasteando en ellos
hasta hacernos sentir
el más absoluto vacío,
el de nuestros
ojos ciegos
mirando a quién sabe,
yo no,
yo sólo estoy aquí,
yo no conozco ya,
ya no sé,
ya no puedo saber,
me repugnaría intentar.
Alguien está enfrente. Nada más.