[Digresión: cristalizaciones.
1.- Las piernas.
Ella entró retroalimentando
la puerta y miró largo mi
indiferencia. Ella sabe
que soy humano y que sus
piernas no me dejan de
piedra, así que se dio
media vuelta y se largó.
Volvió luego,
pero yo ya estaba borracho.
Ya. Yo consumí la espera
agujereando una servilleta,
maldiciendo mi negra maldita
transparencia. En la barra
se difuminaban botellines
bayos que, misteriosamente,
terminaban casi siempre
en mi garganta. Yo hacía un
relato corto para luego
partirlo y parir un poema.
Y pensaba que sus piernas
consiguen mi reacción tanto como
mi disgusto, que florecen
de purulentas yagas mi alma
ultrajada.
Las almas se ultrajan con
bajezas más elaboradas que
las del cuerpo, pero más disponibles,
más terribles, más baratas.
La servilleta tronaba su
desfiguración y mi alma callaba,
pasaba la tarde ninguneando
y, secretamente, apetecía
con dilección aquella soberana
melancolía.
2.- Ana.
I.
Ana miraba la puerta y
callaba. Crípticamente hacía
y deshacía nudos en una
cuerda. Habíamos
discutido, Mucho ruido.
Sentados en la alforja
de días que habíamos
traído, perceptiblemente
nos desintegrábamos.
Tú dirás al leer: rutinas
cotidianas. Más de lo mismo.
Esto no merece un poema.
Pero tú no viste sus ojos. Se
abrían como bricks sorprendidos,
con un tímido pof que
de repente te encontraba llorando.
Pero tú no viste sus ojos. No
viste jamás
derramar océanos de amor
imposible en unos brazos tan
impermeables como los míos.
No viste nunca a nadie
anhelar tanto una puerta, que
sólo espera tu patada para
sacarte fuera. No la viste
claudicar al comprender y
no fuiste testigo de su muerte.
Eso sí, fue una muerte discreta,
sin gritos, sin resistencia. Un
dejar de estar continuo con
el haber estado, ni línea ni
carajos sino sólo
inercia.
Tan poco vivió que no percibió
la diferencia.
II.
Ana molía la vida a fuerza
de vivirla. La recuerdo
pelando patatas convencida
de su responsabilidad, encantada
de tenerla, de que yo se la diera.
Afuera tomábamos martini
en la escalera. Ella traía la
botella y yo el día, ella los
hielos y yo las palabras.
Jo, qué gusto estar ahí sentado,
dejando laxo que el sol hiciera
su trabajo. Si sólo hubiera
podido ser así siempre…
Pero era demasiado, yo entonces
ya lo sabía y puse en marcha
el cronómetro. La vida es
terriblemente promiscua y le
encanta dejarte colgado. Así,
mientras te lavas los dientes
o vas al trabajo insufrible de
turno. Ella ponía las horas
y yo las contaba. Yo sabía.
Sentados a veces nos gustaba
besarnos sin pensar en la cama.
III.
Nadie vio sus ojos. Todos
suceden demasiado rápido. Las
minucias gustan de presentarse
despacio, al cabo de los años.
Es difícil comprender. A veces
basta un susurro, un suspiro
subterráneo. A veces no.
Mis días se acabaron, teníamos
el martini pero no con qué
tomarlo. Todo se fue resquebrajando.
Cada vez más empantanado.
Ella empezó a mirar a la
puerta exigiéndose algo que no
se podía conceder. Fue algo
espantoso. Hubiera dado todo
por no ser tan hijoputa. Lo
juro.
Abalanzándonos sobre lo de
por sí inevitable ya no nos
besamos. Le pedí un cigarro.
Me dijo que no podía. Ya no
quedaba nada más. Se
había acabado. ]