La camisa está colgada en una percha del tirador de la puerta del baño, húmeda en el pecho pero perfectamente limpia, y Luisa realiza eficientemente su trabajo diario entre las piernas de Manuel, que está sentado en su silla y piensa “maldita sea, lo único que le falta a este despacho es una tele y un vídeo, sería estupendo tener ahora delante una buena película porno”. De su boca salen gorgoritos roncos cada vez que Luisa rompe en las rocas decrépitas y encanecidas de su vello púbico con movimientos rítmicos. “Una película porno en la que una tía buenísima de dieciséis años es dada por todos los agujeros posibles con no buena intención por diez o doce tíos. Oh, sí…”
“¡Luisa, coño, aparta, que te voy a poner perdida!”
“¡Joder, Manuel!, ¿no vas a aprender nunca a coger un cleenex?”
Y el semen de Manuel rompe el aire y fecunda de nuevo la alfombra, exactamente igual y del mismo modo que en los últimos veinte años, aunque con menos fuerza, sin alcanzar la prodigiosa distancia de las manchas más distantes, las de su formidable vigor de los treinta años. Yace extenuado en la silla mientras mira a Luisa peinarse rutinariamente y piensa, justo antes de dormirse, “maldita sea, tengo que arreglar lo de la tele y el vídeo, lástima de película porno…”