Envié los ojos al editor. Tenía un montón de cosas
encima de mí que no me dejaban pedalear comodamente.
Juntaba las yemas de los dedos y jugaba a hacerme el interesante
(¿tenías tú, ya por entonces, mis pensamientos, mi voz,
mi nudo entero?).
Recuerdo un cenicero de barro, un cuenco inviable,
quemado, deforme, amorfo, amontonado sobre el escritorio.
Lo recuerdo anudado a la madera, entronado en su cima de
desorden y cercos de vasos siempre llenos.
En lo de pedalear sólo hay que coger el ritmo.
En todo lo demás suele ser bastante distinto.
Pedalear tiene su cadencia, su repetición. Todo
es sencillo
si se repite.
Se resuelve sólo.
Ahora es diferente. La chica que lleva todos
sus peluches en el coche pide otro tercio,
mientras anhela volver a casa menos sola y más
crecida.
A la gente le gusta crecer.
Pero no suele tener idea de cómo hacerlo.
Por eso dan tumbos.
Yo cojo otra pipa, mastico una culpa,
me acerco al baño, me miro en el espejo,
todo parece en orden, no hay informe de daños,
no hay mañana si el mañana no parece posible,
no hay mañana si no importa excesivamente,
no hay mañana hasta que no llegue,
no habrá desechos hasta que no defeque,
no hay cielo, y si lo hay está bien lejos.
Cuando vuelvo el techo sublunar se ha llenado de andrajos,
gente que camina, yo que camino,
un sol, una luna, un espejo en el que me miro
sólo si quiero.
Sólo si quiero.
Podría hacer miles de preguntas al respecto.
Pero tampoco quiero.