Me he levantado… no sé. Hoy es en realidad mi primer día de vacaciones desde que empecé las vacaciones. Me he tumbado en el sofá y he seguido con el Cuaderno Amarillo de Paniker, que siempre acompaña y hace dar una vuelta a la tortilla mental del seguir vivo. Me siento muy cerca de este tipo, o del tipo que quiere hacer desprender del diario (eso si no es cierto que quiere hacer un ejercicio de transparencia con el diario, cosa que dudo: dudo que interprete). Me he levantado… agujereado por algo, de algún modo, un poco triste, un poco confuso, un poco despistado, un mucho perdido. Después de un rato, y de enterarme a través de Twitter de una ruptura, he puesto el ordenador en la mesa grande, he abierto una cerveza y me he puesto a escribir como puro escape.
Escape de qué, me pregunto, y me pregunto por qué me he levantado como si algo hubiera cambiado radicalmente. Esa ruptura me da igual, no conozco al tipo. Sigues a gente en twitter cuando puedes y no puedes evitar (ni quieres) sentirte cerca de algunos de ellos a través de esos escasos 140 caracteres. Pero no muy cerca, al fin y al cabo, porque no tengo tiempo suficiente para hacer un buen seguimiento: el noventa por ciento de sus cosas me las pierdo. Es como recordar “Alta fidelidad” o “Dios se ha ido” y no sentir un cierto paralelismo, real aunque incierto. Recodar en codos del camino que hace tiempo quedaron atrás. Es que los indicios te muestran una realidad entera, siempre hay nexos porque todo es lo mismo.
En cierto modo necesito reflexionar sobre mi hermana, sobre las relaciones, sobre mi madre, pero no me siento a tiempo para ninguna de ellas. A tiempo para ser lúcido, supongo, a tiempo para encontrar la guía que las articula y les dota de sentido en este cerebro tan perezoso que tengo detrás de los ojos.
Las rupturas duelen. Duele la pérdida de las rutinas. Seguramente también una cierta idea estúpida de posesión perdida. Un no formar parte ya de, eso también existe, de eso también hay. Duele el pensar que ya no será como fue lo que fue bueno. Libera el ser consciente de que lo malo (al menos lo que no es de uno mismo) se ha esfumado de un plumazo certero en el meollo del asunto. No siempre es suficiente. Depende de hasta qué grado de saturación fuimos capaces de llegar.
Todos divagamos y nos amparamos en una personalidad que ponemos delante de nosotros a modo de escudo. A mí me gusta pensar que yo no lo hago, pero supongo que para mí mis escudos son invisibles. Creo que no, pero no quiero parecer prepotente. Creo que hace tiempo que no tengo escudos en lo personal. En lo laboral supongo que sí, con los clientes y no en mi trabajo diario. La novedad, en un terreno en el que aún no sé muy bien cómo moverme.
Los escudos pueden llegar a un punto en el que hagan daño. Que haga daño sostenerlos delante. Que nos lleven a situaciones que nos hacen daño. Depende de lo fuerte que te quieras hacer creer (pienso en mi hermana, pero no me gusta ponerlo aquí porque no sé si esa historia me pertenece o no, aún). Un escudo puede llevarte a la locura.
Al fin y al cabo, no es una buena defensa. Tiene duros efectos secundarios. Lo que consigue por un lado lo destroza por el otro. Cuando hablan los escudos el desastre es inevitable. Deberías dejar de lado los escudos para que podamos hablar un rato de tú a tú. De mí a tú, más bien. Deberías ser lo que eres y no lo que quieres ser. Lo que quieres ser es todavía hoy una ficción. No sé si llegará el momento en el que sea, pero ahora no es.
Estoy harto de hablar con lo que quieres ser, porque es una carcasa férrea pero hueca. No te das cuenta, pero es hueca. Es como hablar con un tronco muerto, como sobrevolarte sin llegar a tocarte nunca. Intento entrar dentro y darte un abrazo, pero estoy demasiado lejos: mis brazos no son tan largos. No te rozo, no estoy contigo, no puedo acariciarte, estoy harto de este cacho de plástico que has interpuesto entre los dos y que no comprendo en absoluto. Entiendo a duras penas que lo interpongas con el resto del mundo.
Pero conmigo no.