[…] y, ¿de qué sirve un libro si no tiene dibujos o diálogos?, se preguntaba Alicia.
Me pregunto qué hago aquí a las tres menos veinte de la mañana. Pase lo que pase, cuando acabe esto serán las tres y media. El sueño será el mismo, ninguno. Cada noche es lo mismo. Hace tiempo que tengo alteraciones del sueño, pero claro, desde lo de Lele se han agudizado. A veces vivo como un zombie, sin saber muy bien ni dónde estoy ni lo que hago. Leo, leo mucho, me lleno de palabras sin dibujos ni diálogos. El viaje estomacal al centro del pecho pasa por remansos tranquilos, desenfocados y perdidos. Lorelay pulula por mi cabeza, constantemente. ¿Cuánto tiempo hace ya? (consulta al calendario de Windows), casi tres meses, justo menos diez días. Quiero que lleguen los exámenes pronto. No sé por qué. Tampoco es muy importante saberlo, supongo que sólo con quererlo basta. No quiero navidades en mi vida ahora mismo, supongo que lo entendéis.
No quiero un día de navidad así.
Desde luego, no quiero un fin de año.
Por ahí arriba anda la sombra de Víctor, del curro. Así se le ve desde mis gafas un día normal, bullente de actividad para no reparar en el sueño endémico. Planteamientos estúpidos, variaciones sobre el mismo tema. Se puede coger el hilo, mutarlo en ciertos puntos, reventarlo en otros, tienes la misma canción, pero nadie lo diría. Hay muchos puntos.
Revisión diaria: Facultad. Luego vino Cisneros. Café. Luego el curro. Mucho café, algo de Kundera, para no dejar fuera las letras. Luego Nuria me acerca al opencor, pizza romana y dos litros de 7up. Vi algo en la tele que no estuvo mal, la serie del gordo estúpido, que ni siquiera se sostiene como serie. Después me dormí, sobre las doce. A la una me desperté, completamente descansado. En una hora mi cuerpo cree que se regenera. Está equivocado. Leí otra hora y algo, Farmer, siempre Farmer, después vi la zona muerta, un capítulo patético e infumable. Después me arrastré hasta aquí, destrozado por el sueño, tras una media hora de cerrar los ojos y hacerme el dormido. Como si pudiera engañarme. Escribí un par de relatos, algunos poemas que eran pura sangre sobre la mecha del recuerdo. Diré algo que para mí es blasfemo: los borré. Hacían demasiado daño. Como no tengo muchas esperanzas de que dejen de hacerlo algún día, visto lo visto, me deshice de ellos.
Cada noche lo mismo.
Tengo una bonita ensoñación, que ya no duele. La tengo cada noche, cuando salgo del curro. Veo a Lele entrar muerta de emoción por el portal, abrir la puerta, cerrarla por dentro, sentarse en el sofá sin encender ninguna luz. Yo estoy a la altura del Telepizza, sin saber nada (jeje, aunque lo imagino al mismo tiempo), subo la cuesta, taciturno, triste, semiapagado, abro el portal. Lele me oye, sonríe. Yo aún no sé nada. Abro la puerta, me quito el abrigo y lo cuelgo en la estantería desmontada que debe pesar un huevo, porque llevo dos meses tirándola. Lele está conteniendo las ganas de saltarme en la espalda. Me doy la vuelta, enciendo la luz del salón y allí está, entre calcetines sucios y vasos de café y cercos y soledades y espumas de los días mal afeitadas. Eso lo veo al mismo tiempo que enciendo la luz y no hay nada.
Cada noche lo mismo.
Hace tiempo que ya no espero una llamada, ni siquiera me molesto en sacar el móvil del abrigo, o en ponerle el sonido después del curro. Tragicomedia de las dos mentiras: una la de «necesito tiempo», otra la de «quiero que nos veamos dos o tres veces por semana» (corolario, martes pasado «sólo nos veremos cada quince días si tu te empeñas, por mí no es»). Hace un par de semanas que he comprendido, esto es una guerra personal en la que no tengo sitio ni lugar. Sólo puedo mirar. Me gustaría poder hacer más, mucho más, pero no hay campo. No existe campo para mí. No hay puertas, lo que es mucho más que decir que están cerradas, porque ni siquiera existen. No puedo insistir demasiado. Supongo que le hace daño recibir llamadas. No reproducir la conversación del domingo es perentorio aquí. O en cualquier otra parte. No puedo ser muy claro.
Hace tiempo que no duermo mucho. Y, despierto, los sueños son menos vivaces.
Me gustaría no dejar aquí falsas impresiones. Esto sólo sucede por la noche, el momento del día en el que no duermo. El resto del tiempo vivo, intensamente. Es curioso, puedo vivir intensamente cualquier estupidez, incluso el mear en los lavabos de la facultad. Pero llegan los momentos en los que realmente siento lo que siento, y son estos (¿o son los otros, el resto?). Busco despedirme, supongo. Pero no me sale. Demasiadas conexiones, aún demasiado raro esto, demasiado vacío. No importa cuánto llene el resto, siempre hay algún momento en el que estoy sólo, y mis puertas se abren, y dejan paso a lo que no dejo pasar nunca (porque si no no viviría nada de nada).
«Esto no es literatura, Miguel, esto es un quejario». Eso decía Miguelón. Estupendo filósofo, aunque no tenga ni puta idea de que lo es. Voy a leer.