Estoy en un garito, deben ser las tres o las cuatro de la mañana. Últimamente me siento como los viejos sentados en un banco en la entrada de un pueblo, soy feliz mirando. ¿Mirando qué? Pues a las niñas. Mientras defino la cerveza miro, con cuidado, no es cuestión de llamar la atención y centrarla en mí. No entiendo muy bien por qué miro, no se puede decir que ande necesitado, supongo que es un reflejo normal de los tíos y la edad, aunque preferiría pensar que es algo mío. Supongo que por una cuestión de mantener mi independencia frente al mundo, eso es importante. De otro modo, si el mundo es imbécil, estoy irremisiblemente avocado a ser imbécil.
Me engaño diciéndome que es una curiosidad de escritor lo que me conduce a mirarlas, que quiero saber lo que hay detrás de los cuerpos. Más bien, si fuera sincero conmigo mismo, querría saber lo que hay detrás de las prendas. Nada serio, un mero escarceo de espeología. La genética impone y uno está dentro del juego mientras aún pueda sentir las miradas, después está todo escrito ya. Ese es el triunfo de los garitos, y no otro: coloca a la gente que entra en la zona de juego.
La gente apura los litros, pocos toman copas. Creo que es complicado con el umbral de mil pavos de nuestra generación apuntar más alto, al menos mientras a alguna financiera no le dé por conceder créditos para copas, que todo se andará. “¿Tiene problemas con sus fines de semana?, pues en sólo cinco minutos y con CreditCopas podrá disfrutar de la fiesta que se merece, y todo en cómodas cuotas mensuales”. Es cierto que, cuando uno llega a un determinado nivel de endeudamiento, empieza a dar igual ocho que ochenta, y en un ritual de indefensión aprehendida empezamos a coger productos financieros sin importarnos ya chorradas como el interés o el tiempo que estaremos sometidos al pago. Total, si nos metemos en una hipoteca cuarenta años, ¿ya que más nos da meternos en todo? Seremos libres cuando cumplamos los setenta, y a estas alturas tan tempranas los setenta es un asunto que ni siquiera sabemos si va a llegar alguna vez, se ve lejos, muy lejos en el futuro. Somos terriblemente jóvenes, y sólo queremos implicarnos en las cosas, cueste lo que cueste, mientras los lobos afilan los dientes con la pluma con la que luego nosotros firmaremos los contratos.
Las niñas, ajenas a todo esto, ríen y charlan entre ellas, mirando de reojo a los tíos del local. Para ellas es un acto reflejo, simplemente. Dominan la situación de todos como Terminator cuando entra en un despacho de oficinas, con un ligero golpe de vista y un software que suda la gota gorda haciendo planos de situación. Tienen espuma en el pelo y hacen complicados movimientos para despeinarse hasta el punto justo de conseguir estar perfectamente peinadas, una insospechada derivación de las habilidades psicomotrices en la adolescencia. Me gusta que estén aquí. Primero por el asunto estético, segundo porque dan la sensación de que por mucho que todos estemos puteados, todo sigue y vienen empujando. Es como si nosotros estuviéramos atascados en un punto de la cinta transportadora y, aun así, detrás todo siguiera moviéndose igual. Lo que no sé es qué va a suceder cuando nos encontremos todos en medio del atasco. En los atascos a quien peor nos va es a los idiotas, con nuestra manía de no impedir que todo el mundo se cuele siempre acabamos fuera de la cinta, empujados al suelo, mirando hacia arriba mientras todo sigue.
Salgo del garito reconciliado con el futuro. En el fondo me da igual lo que pase conmigo, no es preocupante. Esa gente querrá vivir en alguna parte, y se hacinarán en campamentos hasta que les den una casa, o se prostituirán por alimentos mientras pagan la letra, o serán carnaza para la policía en manifestaciones pacíficas que deben ser controladas a ostias, o mandarán a sus padres a residencias a los sesenta para quedarse con sus casas. No sé, tengo la esperanza de que harán algo. Nuestra generación es una generación con mayoría de idiotas educacionales, nos quedamos mirando mientras nos subían los pisos, cabreados de puertas para adentro pero sonrientes de puertas para afuera.
Y es que nos han metido tan dentro el rollo inconsistente de la competitividad y la excelencia, que en el fondo pensamos que es culpa nuestra no ser capaces de pagar una barbaridad al mes, que tiene que ver con nuestra falta de habilidad y competencia. Pensando así es muy complicado protestar de ningún modo. Así que, lo dicho, gritamos tras la puerta y nos esforzamos más aún fuera.
Sin embargo la generación de los dos padres currando es diferente. No veían a sus hijos en todo el día, así que les daban lo que quisieran para poder pasar las dos miserables horas de convivencia diarias del mejor modo posible. Eso lleva a una sensación inconsciente según la cual se merecen todo por derecho propio, por existir. Y eso, tal y como están las cosas, o produce una insostenible psicosis colectiva, o que cambie todo. A nosotros nos enseñaron que existir es un asunto que está siempre en revisión, que viene limpio, sin extras, y que sólo nos da derecho a esforzarnos, que tenemos que ser capaces de estar por encima de la situación siempre y en cualquier caso. Porque las reglas del juego las ponían ellos, y con ellas teníamos que conseguir lo que pudiéramos dentro de lo que queríamos. Ahora el modelo de familia ha cambiado, y es una familia que negocia. Eso genera gente más combativa con los mismos principios.
Salgo del garito reconciliado con el futuro, y es que mientras iba hacia la puerta he oído:
– Le he dicho a mi madre que si no me dejaba ir este fin de semana a Valencia no aprobaba ni una este curso.
Con dos cojones, ya era hora.