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lo peor de ser idiota

Lo peor de ser idiota es la relación con las colas. Nunca intento colarme ni en el supermercado, ni en una salida atiborrada de la autopista, ni en ningún trámite en el ayuntamiento, ni tan siquiera en los ascensores cuando están llenos, siempre espero al siguiente. La relación con las colas me obsesiona, ¿cuánto tiempo pierdo al cabo del día, al cabo del mes, al cabo del año? Marina, sin embargo, no tiene ningún problema. Entramos juntos en el edificio en el que trabajamos y siempre me espera arriba, en el pasillo. Me mira con cara de lástima y me invita a un café de máquina en la que, por supuesto, se cuela con una sonrisa mientras los tipos de turno babean. Yo me aprovecho porque no tengo nada que reprocharme. Al fin y al cabo, no pongo ni las piernas ni las tetas. No las pondría ni aunque las tuviera.

Me detengo mirándole las tetas un rato mientras me habla, ella se da cuenta y las pone aún más en bandeja, aunque no creo gustarle creo que sí le emociona el juego. Ser idiota es un arma de doble filo que suele traer desventajas, pero cuando el asunto son las tetas de Marina la idiotez habla a mi favor: ella no cree esperar jamás nada vulgar u obsceno de mí. Triste signo del idiota: al menos se nos permite mirar. Como lo sé, miro con morosidad. Recoge los vasos de plástico, los tira a la papelera, me suelta un batallón de dientes bien ordenados y me recuerda que hemos venido aquí a trabajar. El trabajo es, para un idiota, otra tomadura de pelo. Por mucho que intente negarme a hacer lo que me dicen cuando considero que es excesivo, no puedo. Ellos lo saben y me van dando más y más, y yo voy haciendo más y más. Antes de enfrentarme con mi propia inanidad, prefiero seguir mirando sus tiernas hinchazones un rato, pero se alejan de mi vista. Las sigo, y nada más entrar por la puerta…

– Tarao, ¿te importaría terminar estos informes?
– Claro que no.

Nunca comprendo cómo pueden decir “terminar” cuando ni siquiera alguien los ha empezado. Es una de esas cosas que imposibilita totalmente la condición de idiota. Una persona normal deforma el lenguaje para suavizar las cosas, y no le cuesta ningún trabajo, puede hablar de informes “casi hechos” o “que simplemente necesitan un remate”. Yo no puedo. Tampoco creo que sea una virtud en los tiempos que vivimos. Un día, no hace mucho tiempo, respondí “por supuesto, envíame todo lo que tengas al correo y en cuanto lo reciba me pongo con ello”, sabiendo que no tenía nada, como de costumbre.

Después de un buen rato, me llegó un correo con los archivos. Me llevé una sorpresa, porque pensé que efectivamente, por una vez, había algo hecho. Cuando abrí los adjuntos vi que sólo habían puesto el nombre del documento, y que una vez abiertos estaban todos en blanco. No sabía si reír o pirarme a tomar un café, y opté por redactar los informes para que sólo pudieran pasar la supervisión de un chimpancé, suponiendo inocentemente que cuanto más subieran en el escalafón peor opinión darían de sí mismos. Nunca más volví a saber nada del tema, hasta que vi que empezaban a aplicar mis propias recomendaciones estúpidas en todo el departamento. Siempre me ganan. Por tontos, pero me ganan. Recuerdo una frase de Vindicator en odd:

Lo malo del mundo no es que los sabios, los justos, los ecuánimes, y las gentes de bien, perdieran la batalla. Lo malo es que los crueles, los hijos de puta, los pérfidos y los retorcidos tampoco la ganamos. El mundo está en manos de los memos, y no parece haber nada que podamos hacer al respecto.

Y es cruelmente cierto, es la vieja discusión del árbol y el bosque y nadie cerca. Si no hay nadie para ver que algo es una mierda, deja inmediatamente de serlo. Y en medio de todo esto comemos, nos movemos, intentamos leer, emborracharnos de vez en cuando y currar sin que se nos note que todo nos la suda, porque cuando uno está disconforme con todo no sabe ni por dónde empezar a limpiar. Mientras tanto se aguantan las conversaciones del café y las recomendaciones sobre informes, contrainformes, archivitos de excell… Y mi condición de idiota no deja de complicar las cosas, porque cuando alguien se me cuela en cualquier parte y me animo a gritarle, pienso:

¿De qué coño va a servir?
¿Va a cambiar algo?

Y le dejo pasar. Él ya lleva lo suyo consigo.

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