1.
Se mira en el espejo, aunque no termina de encontrarse en él. “58 años de vida”, piensa, “o 10 sin hacer el amor, o 30 de esclavitud, todo dentro de una sola cabecita”. Se pone las sandalias reafirmantes que le han regalado sus hijas, se encoje de hombros, busca el bolso. En ese momento sale el carcelero de su cuarto, y la saluda. Ella mira para otro lado, haciendo como que no. Coge las llaves y sale por la puerta. No puede con él, ni con él ni con sus cosas. No le gusta. En la puerta están sus amigas esperando, van a dar el paseo de todos los días recomendado por el médico. “Una especie de antesala de la muerte”, regurgita, “no importa lo que hayamos hecho antes, ahora tenemos que encontrarnos aquí, caminando, todos los días”. No se lo pasa mal, pero tampoco lo soporta. Le parece indecente que todas estén aquí por lo que están. “Sería mucho mejor si quedáramos por que nos da la gana”. Como cuando era una cría y salían todas a jugar a la plaza. Eso sí era compartir, o amistad, o vida. Esto es una caricatura pobre. Una mala fotocopia. Da los besos de rigor y se ponen a caminar, en lo que le parece una cháchara constante sin sentido. Todas hablan, todas cuentan sus cosas, todas ríen, como si quisieran esto y lo disfrutaran. Como si no fueran conscientes de nada. Ella acelera el ritmo, porque las otras son capaces de sentarse a hablar en un banco, y entonces a esto no le quedaría sentido alguno. “Eh, María, que nosotras también queremos ir…”, bromean, “¡pues venga, hombre!”. Y todas aceleran. Han aprendido que los días raros es mejor callar y andar, sin preguntar demasiado.
2.
Tiene cita con el abogado, pero está muy liada. Hay que partir el hueso del jamón y el serrucho hace tiempo que debería haber pasado a un trastero más profundo, prácticamente no corta. Ella y frota y frota, enganchada en lo reiterativo y casi mántrico del asunto. Frota por haber sido la única chica entre hermanos, frota por las cafeterías que tuvieron entre todos y que quedaron para todos menos para ella, frota por no haber sabido qué hacer cuando tenía que haber hecho, frota por los años que tiene y que no termina de encontrar ni en el espejo ni en sus recuerdos, frota porque aunque no lo entiende no puede dudar de la fecha que lee en su documento nacional de identidad. Frota porque frotando todo se nubla y sólo queda frotar. Y es un raro momento de paz que no está dispuesta a dejar pasar. Al final el hueso queda dividido en varios trozos, los envuelve con papel transparente y los mete en el congelador, con la rutina de los años. “No es un mal hueso, dará buen sabor”. No es incongruente que piense en eso, no es incongruente que piense en cualquier cosa. En el fondo, daría todo por volver a las rutinas que establecen el sentido de las cosas. Pero sólo en el fondo. Tiene cita con un abogado, pero le ha echado un vistazo a las cortinas y no están muy dignas que digamos. Coge la escalera y las saca de la barra, retirando los pequeños enganches metálicos antes de meterlas en la lavadora. Tiene cita con el abogado, pero cuando está peinándose no puede evitar observar que el carcelero ha vuelto a manchar la tapa del váter con gotitas de orines. Qué asco. Compulsivamente coge el estropajo y el vim y frota hasta verlas desaparecer. Frota, frota. No le gusta ver la tapa limpia y el resto a su aire, termina de limpiar la taza. Y después el lavabo y el bidet, y la bañera. Limpia los cristales del espejo y la mampara de la bañera, barre y friega el suelo. Las rutinas escanden el tiempo, y la educación le da sentido a la vida. Tiene cita con el abogado, pero con el tiempo ha terminado asociando el baño a la cocina, y no puede irse sin darle un repaso, total, el agua de la fregona aún sirve y el carcelero ha ido a dar una vuelta. Esta sola. En este momento las rutinas y la educación son aún más importantes, porque generan una película entorno a uno que impide la autorreflexión. Cuando se quiere dar cuenta hace ya más de una hora que la cita con el abogado ha pasado. Serena coge la cafetera y se prepara un café con leche, se sienta en el sofá y enciende el televisor. Se echa a llorar quedo mientras María Teresa Campos habla y habla de cosas intrascendentes. Se echa a llorar con un agujero en el estómago, porque no entiende cómo ha permitido que una vez más todo se detuviera por estupideces. Se echa a llorar mientras toma el café despacio para no quemarse.
3.
Nada más levantarse ha llamado al abogado para disculparse. Se ha inventado un funeral. No le gusta mentir, pero menos aún que la tachen de irresponsable. No le puede contar lo del hueso del jamón, lo del baño y lo de la cocina. Lo del carcelero sí, pero no viene a cuento, no le puede resumir 30 años en una llamada telefónica, no cabría y no sabría, así que tiene que mentir. Le dan el pésame por un ser querido inexistente y el abogado se disculpa diciendo que no puede concretar otra cita hasta dentro de dos semanas. A ella le parece bien. Dos semanas es mucho tiempo. Nada más colgar le parece mal, porque dos semanas es mucho tiempo, pero vuelve a tener cita con el abogado, así que se siente de nuevo en forma, preparada, guerrera. Tiene dos semanas para pensar que realmente está haciendo algo.
El hecho de haber dejado correr la cita de ayer se le ha olvidado. Le molesta que quede tanto para empezar todo el proceso. “Bueno, las cosas vienen como quieren venir”, se dice. Se mira en el espejo, aunque sigue sin encontrarse del todo en él, y se baja al paseo matutino con fastidio. “Ya estamos todas otra vez aquí, en la antesala”. Sin embargo, cuando llega agosto y no hay casi nadie para caminar, lo echa de menos. No le da valor a la incongruencia, porque no la ve. Son sólo dos momentos diferentes.
Hoy camina despacio, escuchando las conversaciones de las demás. No le importa detenerse de cuando en cuando. Rosa tiene problemas con su rodilla, y hay que ser comprensivo. Cuando la ve a punto de reventar, sugiere entrar a desayunar en una cafetería. Se alegra cuando ve su sonrisa cómplice, y se involucra en la cháchara sin sentido hija del día a día. Está a punto de hablar, pero no lo hace. Los trapos sucios se lavan en casa, y sólo se tienden en el tendedero cuando están limpios, blancos y resplandecientes, cuando ya no hay nada que contar y sí mucho de lo que enorgullecerse. Se pide un café con leche y una tostada. Y lo cierto es que es reconfortante el sabor del melocotón mezclado con el pan y con la mantequilla, pero se deja media tostada sin untar. Después, cuando le queda media taza de café, unta el pan sólo con mantequilla y le echa encima un sobrecito de azucar, y eso le hace sentirse bien. Cuando era una niña le daban para merendar todos los días lo mismo, porque tenían la tienda del pueblo y podían permitírselo. Pan con mantequilla y azúcar. Cuando jugaban por las tardes en la plaza siempre les interrumpían las madres con la merienda. Detrás de la iglesia extendían el botín sobre la hierba y lo repartían. Se miraban y sonreían, felices. Nada era de nadie y todo era de todas. La vida no es mala del todo, porque ahora tiene media tostada de pan con mantequilla y azúcar para ella sola. Se mete el último trozo en la boca, golosa, y se relame. Después, toma el último sorbito de café con leche y deja que se mezcle todo con morosidad detrás de los labios. Puede tragarlo, pero no quiere. Da vueltas y vueltas en su boca y centra en ello toda su atención.
Después, cuando todo pasa, reaparece en la cháchara, que es de nuevo insoportable. Y piensa que después de la cháchara vendrá el carcelero. Y la noche, y el día. Pero tiene una cita para el abogado para dentro de dos semanas, y por eso no le importa ayudar a Rosa a levantarse cuando todas abandonan la cafetería para seguir caminando.
4.
En casa, el carcelero. “Cariño, no podemos seguir así”. No conoce la cita con el abogado, así que no tiene ni idea de lo que es “así”. No piensa soltar palabra. Se mete en su cuarto y enciende el televisor. El carcelero, el que le ha dado esta vida sin ella, siempre intenta acercarse, sin darse cuenta de que ya es demasiado tarde. Pero hoy es diferente, el carcelero abre la puerta en un gesto de prepotencia que le hace sentir la sangre hirviendo en sus venas. Sólo puede mascullar “fuera de aquí”.
Y si ha visto la cara de dolor del otro, la olvida y la transforma en una cara de rabia, porque es lo que necesita. Y recuerda la cara de rabia mientras cerraba la puerta. Y siente propia esa rabia y la utiliza, la ingresa en el cuerpo de cosas para no olvidar. Sigue mirando el televisor, sola. En esa especie de soledad acompañada cuando sabes que el otro está a dos tabiques de distancia. Oye al carcelero salir a la terraza y encender un cigarro. Toser. “Cómo odio esa tos, llevo 15 años diciéndole que deje de fumar”. Cambia de canal y se deja engatusar por salsa rosa. Mientras se enternece viendo llorar a un idiota sabe que otro idiota llora a dos tabiques de distancia.
Pero ella no le ve llorando. Le ve tejiendo la trama de nuevo. De momento, ella ha conseguido poner a salvo su territorio. En esta guerra de tabiques de pladur ha ganado la primera batalla. Durante un segundo nota un agujero en el estómago, pero piensa en la cita con el abogado y todo retoma su sentido, su orden y su lugar en el mundo. “Vamos por el buen camino”. Y se duerme, mecida por el sonido regular de la tos y más tarde de los ronquidos.