Estuve viendo el concierto de un grupo de versiones de los 70, 80 y 90. Normalmente, comentaba mientras iba hacía el sitio, ese tipo de grupos me deprime. Siempre me resulta algo triste, algo decadente, algo de quiero y no puedo o quiero y no llego. Sin embargo en este caso produjeron la reacción química y de pronto me di cuenta de que estaba metido hasta las trancas en aquello.
El bajo y el batería estaban felices hasta casi romperse. Todos parecían estarlo, pero el bajo y el batería tenían sonrisas enormes y cara de disfrutar a cada paso. El teclista a mí me sobraba, su sonido desentonaba, rompía el hechizo, el guitarra estaba bien aunque no demasiado —hasta el punto en que supongo que lo correcto sería decir que no estaba demasiado mal—. Y la tipa que cantaba hacía a todo, le daba igual cantar a unos que otros y parecía tener una voz infinita que llegaba a y estaba en todas partes.
Comprendí que daba igual lo que les hubieran echado encima. Con ese bajo, ese batería y esa voz juntos nada podría romper la magia del todo. Podían amenazarla, claro, ponerla en peligro, pero no aniquilarla.
Tocaron diez canciones o doce y luego hicieron otras tantas de bises. No parecían ser capaces de agotarse. Después, volviendo a casa, recordé aquello de que la música cumple una función además de ser o no un modo de contar cosas, y me pareció evidente que esta gente lo tiene muy claro. Lo saben y además disfrutaron como titanes. Ainst, qué envidia sana.