Cogiste una taza y serviste café.
Yo vomitaba el alcohol sobrante
de la noche que huía, como un perro,
con el rabo entre las piernas.
Me abrazaste fuerte y
me llamaste imbécil.
Yo no podía evitar creerte.
Encendí el primer cigarro de
la recién estrenada mañana. Tu
sonrisa se escabullía tomando
confianza en una lenta huida.
Y en tu cara tus ojos intentaban
no expresar nada. Y en tu luz
tu sombra caía fragua sobre
los campos agostados de
las palabras.