La verdad es que no es sencillo. Toda cosa en el mundo se altera con el tiempo, cambia. Prefiero decir que cambia, sin más. Evolucionar o involucionar depende con respecto a de qué se diga. Las bayas que tengo en un cuenco sobre la mesa, ¿cómo serían hace tres, cuatro mil años? ¿Se fueron volviendo de un rojo más intenso para atraer a algún tipo de animal?, ¿eso las hizo más sabrosas, con más o menos contenido en agua, más o menos vitaminas, minerales? ¿Qué ganaron cambiando? ¿Qué perdieron? ¿Tiene sentido decir que estas bayas fueron algo? ¿No serían otra cosa que poco o nada tiene que ver con ellas? Saber eso no está a mi alcance.
El texto oscuro que tengo delante, justo al lado del cuenco con las bayas, es una receta babilónica de en torno al 1600 a.C. Puede ser eso o puede no ser nada, puede ser simplemente la invención de un trol que ha puesto en circulación por algún motivo concreto que no conozco con la idea de que se viralice. Lo único que puedo decir es que, si ese era su objetivo, no ha tenido mucho éxito. Me ha costado mucho encontrarla. Tanto, o tan poco, que si está en mi poder es por casualidad, una joya producto de la pesca de arrastre metafórica de mi labor como curioso. Estaba buscando otras cosas cuando me topé con ella. El hecho de que no estuviera a la vista puede significar mucho o puede no significar nada, pero yo prefiero pensar que significa casi todo. Quizá sea un autoengaño, no lo sé, pero tengo que darle importancia a los datos que tengo. No sé si llevan a alguna parte o no. Sí sé que es mucho más efectivo hacer algo con ellos ahora mismo que darle vueltas durante años preguntándome qué podrían decirme todos los que no tengo si los encontrara de repente.
Una vez traducido el texto tengo que, de nuevo, asumir que la traducción es correcta dentro de lo que cabe, que quiere decir bayas y no, no sé, panes ácimos, que cuando traduzco "salsa de cebolla" es eso a lo que se refería el texto. Tengo muy claro lo que es una salsa de cebolla para mí, pero no lo que eso pudiera querer decir entonces.
Lo único que quiero decir con todo esto es que todo el proceso es, en el fondo, una cuestión de fé. Quiero creer que lo que voy a preparar es lo que se preparaba entonces, aunque eso requiera un triple salto de fé: tengo que creer que he entendido el texto tal y como fue escrito, que lo que ellos nombraban en su lengua es lo mismo que lo que nombra la mía y que, además de esa concordancia, los ingredientes en sí eran entonces los mismos que tengo ahora a mi disposición. Sólo heredamos nombres, lo demás se pudre y cambia, se convierte en otra cosa. Se pierde. La única constancia de que dos personas reconocen un color es que ambas lo nombran sin dudarlo cuando se lo muestran, lo que no quiere decir absolutamente nada sobre lo que pueda estar viendo cada una de ellas. Los nombres sobre percepciones sensoriales son cajones en los que guardarlas, no descripciones.
No siempre me he ganado la vida con esto. Durante mucho tiempo fui alternando trabajos, nunca demasiado en cada uno, nunca demasiadas ganas en ninguno. El trabajo es una perversión de nuestros tiempos. La perversión consiste en generar valor para otros a cambio de un porcentaje de ese mismo valor como medio para ganar el estatus suficiente para que la sociedad no te arrincone debajo de un puente por inútil. Macabro, un poco idiota, claramente aprovechado.
Las redes sociales me hicieron ver una luz al final del túnel. Imagina un lugar en un mercado. Tú puedes ponerte a vender pulseras en mitad de un camino medio abandonado y quizá tengas suerte y empieces a vender como un loco, pero no parece lo más probable. Sin embargo, piensa en ese mercado. Un lugar al que va la gente voluntariamente a comprar. Eso, te digan lo que te digan acerca de sociabilizar y mantener el contacto, son las redes sociales. La gente compra por muchos motivos. Compra porque necesita comer, vestirse y un mínimo de objetos para lo que quiere hacer, pero también compra para sentirse algo. Compran arte para sentirse ilustrados, compran vehículos para que les admiren, para ponerse un cartel fácilmente reconocible que diga de ellos lo que les gusta dar a entender de sí mismos. Todo en el ser humano es pertenencia o exclusión de ciertos grupos. Uno se viste del modo en el que le gusta que le perciban, se perfuma, cultiva unas aficiones y no otras únicamente por ese motivo. Muy poca gente hace realmente lo que le gusta, porque muy poca gente se ha parado a pensar en lo que le gusta más allá de lo que le gustaría. La gente hace lo que quiere que le defina en función del grupo al que quiere pertenecer, incluso en el caso más en principio irreverente de los heterodoxos. La identidad es pertenencia y exclusión. Las modas y las tendencias no son un accesorio más o menos irrelevante del ser humano, son radicalmente lo que es, lo que soy, lo que somos.
Y en las redes sociales encontré el nicho perfecto para mí curiosidad y mi necesidad de comer y cobijarme bajo un techo. Otros, menos afortunados en mi forma de ver las cosas, están como yo estuve delante de un escritorio cuarenta horas a la semana a cambio de un salario. Yo hago esto y le vendo a la gente que lo necesita justo lo que necesita, y tengo la suerte de que les gusta tanto que me lo compran. Me lo compran ellos y las marcas que quieren formar parte del mundo imaginario del triple salto de fé que he creado.
Así que las bayas de una reconocida marca ecológica, junto con unas harinas integrales, algo de queso fresco y ciertas especias que no tengo que referenciar porque no me patrocinan, junto con algo más de media hora de preparación y un par de toques reservados de cara a mejorar lo apetitoso de la foto, se convierten en el plato. La antigüedad da un salto en el tiempo y se presenta en tu cocina a tiempo para tu cena con los compañeros de trabajo en la que vas a hacer de anfitrión. Has quedado bien, todo el mundo se ha sorprendido y valora el estar saboreando sensaciones palatales perdidas hace milenios. Te conviertes en un tipo interesante. Un tipo que vende lo interesante que es y graba en los cerebros de los comensales esa información: esta es una persona a la que tener en cuenta.
Todo el proceso me deja agotado.
Un olor leve y afrutado junto con un sordo sonido de telas frotándose entre ellas me hace girar la cabeza hacia el salón desde la encimera de mi cocina americana, y en el sillón me encuentro a un hombre viejoven con la barba y el pelo blancos y un cuerpo musculado mirándome divertido.
—NO TE ASUSTES, NO VOY A HACERTE DAÑO —dice en un volumen atronador mientras el eco de su voz hace que empiecen a pitarme los oídos.
—Fenomenal. ¿Podrías hablar un poco más bajito?
—Disculpa. Perdóname. La falta de costumbre. Hace muchísimo tiempo, tengo la garganta un poco desentrenada.
—¿Quién eres?, ¿cómo has entrado aquí?
—Vaya, veo que hace mucho tiempo para vosotros también, soy un Dios.
Y el tipo se ríe a mandíbula batiente, aunque afortunadamente le ha ido pillando el truco a lo del volumen. Si hablando normal es capaz de dejarme sordo, no quiero ni imaginar el dolor que podría sentir si se riera sin contenerse.
—No soy un Dios muy grande. Soy el Dios del Placer que Sientes Cuando te Sacas una Espina de la Planta del Pie. Mi nombre es Oneo. Mis acólitos fueron siempre los oneotas, aunque no queda ninguno de ellos. Las vacaciones, ¿sabes? A los dioses se nos suele olvidar lo breve que son las vidas humanas. Cuando llega el verano ahí arriba nadie se acuerda de vosotros demasiado.
—No soy muy creyente, la verdad.
—Bueno, ahora mismo tienes a un Dios delante de ti, ¿no es cierto? Ya no es cuestión de creer o no creer, es cuestión de ver. Estaba mirando hacia abajo intentando sacarme algo del ojo cuando he visto tu plato y no he podido resistirme, ¿me equivoco o es un (dice una palabra que no soy capaz de reproducir)? Te aseguro que huele como uno.
Me desperezo. Le miro. Esto sí que es una novedad.
—Sírvete tú mismo. Pero no te prometo nada.
—Bueno, es el trato habitual. ¿Tienes algo de vino, mortal?