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el centinela

1.

La humanidad no volvió a ser la misma desde entonces. No desde que tuvo operativo su propio de partamento de precrimen.

No suspendió jamás ni un solo examen. Siempre sacó notas perfectas. No era un crío muy sociable, así que en su entorno nadie se sorprendió demasiado, al fin y al cabo pasaba todo el tiempo que podía en su cuarto. ¿Qué iba a hacer si no estaba estudiando? Tampoco tuvo nunca ningún accidente, no se caía, nadie le arrollaba, no se rompían los frenos de la bici o se le pinchaba un neumático cuando iba a toda velocidad sorteando fácilmente el tráfico.

Tampoco hablaba demasiado. Cuando lo hacía siempre quería decir algo. Una vez le dijo a su madre que cuando fuera al trabajo esa mañana no cogiera el metro. Le hizo prometérselo. Ella le hizo caso. Por la tarde ella vió en las noticias que el tren que solía coger había descarrilado, patinando de costado sobre la vía y chocando contra el que venía en sentido contrario.

Era particularmente bueno encontrando a los demás cuando jugaba al escondite. Después de tres o cuatro veces no volvió a jugar, porque nadie quería ir contra él, lo que le encerró un poco más en si mismo. Aprendió a fingir sorpresa en los cumpleaños al desenvolver los regalos. Aprendió a preguntar qué había para comer. Aprendió a no llevarle la contraria a la gente cuando mentía.

Aún así, pese a todo su esfuerzo, todo el mundo pensaba que era raro.

2.

Quizá esa pequeña ubicación en Tanzania no era muy importante, quizá no fuera un objetivo estratégico que pudiera alterar el orden mundial, pero no terminaba de comprender cómo se le había escapado. La bomba estalló y se llevó por delante las vidas de trescientas personas. Para creérselo tuvo que solicitar autorización y coger un avión del departamento de defensa y comprobar los restos por sí mismo.

Y no daba crédito.

Él seguía viéndolos allí. No en el pequeño crater que se había formado, desde luego, pero sí en su otro sentido.

Sabía que se iba a encontrar con una reunión cuando volviera. Sabía todo lo que se iba a decir en ella. Sabía que había mucha gente que se alegraría al menos un poco de todo esto. Sabía también que nadie lo reconocería abiertamente. Y, sobre todo, sabía que todos ellos sabían, dijera lo que dijera, que él era consciente de ello.

3.

Un cazador casi adolescente volvería esa tarde con un par de presas. Las despellejaría y destriparía él mismo y las cocinaría en la hoguera comunal junto a lo que habían traído los demás. Él seguía viéndolo, tenía que forzarse a recordar que el cazador era una de las víctimas.

Las cosas cambiaron mucho cuando él llegó. Hubo departamentos que perdieron prácticamente la totalidad de su presupuesto. Ya no eran necesarios. Al fin y al cabo sólo le necesitaban a él y al operativo suficiente como para impedir que ocurrieran las cosas que no debían.

¿Inteligencia? Fuera. ¿Mandos? Recortados a su mínima expresión. ¿Detección de epidemias? Inútiles. Él era todos los ojos que necesitaban.

Al menos hasta entonces.

Una piara de mandos militares se movían nerviosos en sus asientos. Se frotaban las manos, trepaban en sus sillas irguiendo la espalda. La presidenta le preguntó abiertamente, el par de taquígrafos le miraban fijamente. Le parecía que las grabadoras y las cámaras parecían hacerlo también, y esa sensación le aplanaba.

Por primera vez en mucho tiempo, dudaba.

–¿Qué es lo que ha sucedido?
–No lo sé –respondió–, no lo vi.
–¿Qué es lo que ahora no puedes ver?
–Nada. Puedo verlo todo –mintió.
–Pero… –La presidenta parecía desolada.– ¿cómo podemos saber que eso es así? No me refiero a que me estés mintiendo, por favor, no pienses que estoy insinuando eso. Sólo quiero decir que… ¿lo sabrías si algo se te estuviera ocultando?
–No puedo saberlo.

Era muy consciente de que a dos meses de las elecciones no era lo mejor que podía decir. Pero por mucho que pensó no encontró nada mejor.

4.

Su despacho no tenía ventanas. No era demasiado grande. No trabajaba con más gente. No tenía más que un escritorio y el sistema para enviar los avisos. Eso había funcionado desde que empezó.

Podía haber sido un buen camarero, siempre sabría cuando estar preparado y lo que iba a tomar todo el mundo. Podía haber sido un buen policía. Podía haber sido cualquier cosa menos espectacular que lo que era. Pero una cosa llevó a la otra. Siempre había pensado que le venía un poco grande, pero estaba satisfecho de lo que había conseguido.

Él había detectado y ayudado a encumbrar a las mentes más inteligentes de su generación, estuvieran donde estuvieran. El programa de formación que había contribuido a crear se encargó del resto. Con ellos volvieron a poblar los viejos programas de inteligencia, los sacaron de las universidades en las que investigaban y daban clase y formaron departamentos bajo su mando. Se recogieron los viejos protocolos, se implementaron de nuevo. Por primera vez en mucho tiempo dejó de ser el único centinela.

5.

Él seguía viendo. Pero de algún modo había dejado de ver lo importante. Los dispositivos en las presas que provocaron primero riadas y después sequías. Hubo un accidente en una de las autovías principales que detuvo a tiempo cortando el tráfico de entrada. La inspección de la furgoneta que identificó dió como resultado que los frenos estaban a punto de fallar. Eso habría bastado unos meses atrás, pero ahora percibía que nadie tenía claro si eso realmente podría haber provocado un accidente múltiple con cientos de víctimas. Ya no era suficiente. Los frenos podrían haber fallado, pero ¿habría venido todo lo demás?

Eso provocó la revisión de todos sus avisos anteriores. Lo inconveniente del precrimen es que cuando lo juzgas todavía no ha sucedido. Es una cuestión de confianza.

Había dejado de ver lo importante. Y lo importante comenzaba a suceder cada vez más a menudo. Los accidentes en centrales nucleares que convirtieron Europa en un erial, por ejemplo.

Y él estaba más confundido cuanto más tiempo pasaba. Porque él seguía viendo el mundo como si nada hubiera sucedido. El mundo se le estaba llenando de puntos ciegos.

6.

Relegado en las reuniones. Cada vez más hundido en su silla. Tenía que comprobar que su otro sentido le estuviera hablando de cosas que todavía existían antes de decir nada. Le faltaba tiempo.

Tenían fiscalizado al mundo entero. Cuentas, movimientos, desplazamientos, pero no daban con nada en concreto. Revisaron los expedientes de todo el mundo que tuvo acceso a las centrales nucleares semanas antes de que fallaran, pero no consiguieron encontrar nada que les diera una pista.

Él se sentía culpable. Le miraban como si lo fuera, lo que tampoco ayudaba demasiado. Estaba casi constantemente rodeado de la gente que él había descubierto y puesto donde estaba, pero tampoco ayudaba. Al fin y al cabo, no los conocía en absoluto, tampoco ellos a él. Seguía siendo raro. Él sabía lo que eso terminaría significando, tarde o temprano.

7.

Los juicios habían terminado sin él. Hacía tiempo que no sucedía ningún ataque, pero eso no frenó a nadie. No le resultó muy complicado recorrer las calles vacías cuando las cámaras estaban orientadas a otra parte, robar el vehículo del que nadie iría a denunciar su ausencia. La prensa se llenó de imágenes de su cara, pero él podía elegir cuándo moverse y cuándo no. En el juicio principal le encontraron culpable de delitos contra la humanidad. Contaba con ello. Era el centinela, con un poder omnímodo. Sería el primer sospechoso evidente. En otras circunstancias también lo habría sido incluso si le hubieran preguntado a él mismo. Aún quedaban otros juicios sobre sus avisos anteriores, pero el resultado sería el mismo. No tenía ninguna duda.

Llegó al almacén. En una de las estanterías de una de las habitaciones del fondo había suficientes latas de comida y botellas de agua como para pasar el tiempo que necesitaba. Durante mucho tiempo pensó que quizá en algún momento necesitaría un retiro y se encargó de prepararlo. No había nada a su nombre, sólo un sitio que no sería visitado en mucho tiempo.

Y revisó. Él seguia viendo el mundo al completo, así que revisó una y otra vez el mundo que es y que fue. Entró en su cabeza y sólo salió de ella para mantenerse vivo.

8.

Estaba jugando en la playa. Tenía un cubo y una pala, las olas rompían en la arena mientras construía. Levantaba castillos de arena. No se sorprendió mucho al verle, al fin y al cabo no era más que un niño.

–¡Hola! –le saludó.
–Hola, amigo –respondió.
–Mi madre dice que no puedes ser amigo de alguien que no conoces.
–Tu madre tiene mucha razón. Soy Pedro. ¿Dónde está ella?
–Ha ido a nadar. Está por allí –dijo señalando al mar.
–¿Qué es lo que estás haciendo?
–Castillos. A veces otras cosas.
–¿Qué cosas?
–Pues… cosas.
–¿Cosas buenas?
–Bueno –riéndose– no siempre.

Asintió. Se quedó junto a él.

–¿Cuándo volverá tu madre?
–Jo, qué preguntas. Cuando se canse.

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