1.
Nos habíamos visto demasiadas veces.
Yo ya sabía tu nombre,
tú ya sabías la hora.
Habíamos pasado más de un invierno en aquella mesa.
Sinceros a medias, despistando a medias.
La punzada del grito sordo del silencio cuando hay silencio.
El color gris de la ausencia, la piedra del desconocimiento
más pegajoso.
Qué, nos vamos. Vámonos. Deja aquí eso, volvemos luego.
Enciéndeme un cigarro. No fumo. Qué pena.
¿Y eso?
Pues eso, la pena.
Realmente no volvimos a vernos casi nunca.
2.
Después de algún tiempo
encontramos un lugar al que llamar nuestro
y nos empleamos con fuerza en ello,
en llamar a esto aquello y
adorar lo que sólo sucede a veces.
Ábreme el paragüas, te espero en la marquesina.
Rodéame la cintura, tonto.
Subo yo primero, si enciendo la luz del baño, subes.
Yo esperaba abajo en la calle
con los ruidos locos de la gente viviendo normal
con el corazón en un puño y el puño en un bolsillo
y con la convicción
de que verte
era una promesa encerrada en un bote mal sellado.
3.
Salíamos y entrábamos y entrábamos y salíamos
y nos veíamos y dejábamos de vernos
y entrábamos y salíamos
y desperdiciábamos las ganas en bares atiborrados de gente
y en baños vacíos de esperanza y llenos de servilletas.
Qué asco. Qué ganas. Qué extraña sensación de extrañeza.
4.
Múltiplicábamos los peces y las penas
yo ya sabía tu nombre
tú seguías sabiendo la hora
sabías el minuto el segundo el momento preciso
en el que el hambre era posible
en el que ser era posible
en el que estar era posible
en el que ser nosotros tenía suficientes esquinas.
Múltiplicábamos las ausencias y los encuentros
rodando lento por asfalto caliente
acelerando en caminos de tierra prensada
dándole a fondo para despegar del suelo
mientras, olvidábamos en todo lo posible que el aire
era suelo
que el aire
era un engaño local
que el aire
era un mentirnos desganados
que el aire
éramos nosotros haciendo malabares
para no ser nosotros ni aquellos ni nosotros ni nadie.